ALIMENTOS
La
industria mundial de la alimentación está en manos de un grupo de
multinacionales que llegan a todos lados con sus productos. Nos tientan y nos
engañan con filosofías orientales, ecologistas y precios caros. En Argentina,
la cadena alimenticia tiene un altísimo grado de concentración que, entre otras
infinitas razones, explican el índice de inflación real. Nuestro país genera
alimentos para 400 millones de personas. La mayoría de las empresas
alimentarias multinacionales importan sus fórmulas tóxicas, girando como
satélites de este planeta enfermo que destruyó su superficie labrándola al
capricho del paladar industrial y su voracidad insaciable. El monocultivo
predomina en el campo argentino y se utiliza el transgénico. Las verduras y
frutas, la carne, el pollo, están llenos de productos químicos que envenenan
nuestro cuerpo. El sistema político no discute estos temas. Lo que nuestros
dirigentes discuten es la rentabilidad de los agronegocios y la propiedad de la
tierra. El debate acerca de cuánto se lleva cada uno es tensa y decisiva pero
no se discute sobre cómo se produce. La puja por la renta no consigue frenar
las tendencias globales de la acumulación. Muchos especialistas coinciden que
nuestra alimentación está llena de ingredientes que no necesitamos. Somos los
rehenes de una industria que va moldeando nuestros cuerpos. El panorama es tan
apocalíptico que la industria empieza a generar antídotos contra su propia
política, un plan B para los ricos que caen víctimas de su voracidad. Apostar a
otro tipo de alimentación suele ser más caro y requiere la expansión de una
cadena de ingeniería solidaria. La economía popular de productos
autogestionados cuenta con un alcance limitado pero expresa el reverso del
consumo que nos tiene anestesiados.
Hay cifras
oficiales impactantes: en el mundo hay 1500 millones de hectáreas cultivadas.
170 millones ya están sembradas con transgénicos, el 90 por ciento en cinco
países entre los que están Argentina y Brasil. Este año, como no había ocurrido
nunca bajo el consenso de las commodities, los productores amenazan con sembrar
una superficie menor que la del año pasado.
La mitad de
los argentinos tiene sobrepeso, la diabetes en nuestro país alcanza el 10 por
ciento; la hipertensión el 30 por ciento; el 25 por ciento tiene colesterol
alto; el 34 por ciento de los chicos de hasta dos años tiene anemia al igual
que el 20 por ciento de las mujeres y el 30,5 de las embarazadas.
En el siglo
XXI, la comida fue invadida por la lógica financiera. La sofisticación estética
de las grandes marcas logró que la comida nos seduzca por los ojos. La
aplicación intensiva de tecnologías y saberes expertos en lo relativo a la
nutrición humana, ha influido decisivamente en los hábitos de consumo. Los
ingresos de los supermercados en nuestro país no está en alimentos frescos sino
en productos procesados, en una relación que se puede estimar en un 70 a 30 por ciento. Se trata
del imperio de la comida empaquetada. En los últimos diez años, las
multinacionales salieron a combatir la mala prensa presentando miles de
productos etiquetados como “saludables” que aseguraban eran reducidos en
azúcar, en sodio y en calorías. Y en cada caso acompañaron la movida con
campañas que promovieron el ejercicio, reafirmando la idea de acompañamiento
mutuo, de juego en equipo y remarcando la amistad. En ese mismo período
aumentaron sus ganancias globales en un 92 por ciento. Sin embargo, el hambre
predomina en todo el mundo. No se aplican políticas para modificar este sistema
perverso. Se debe pensar en la soberanía alimentaria antes de que sea demasiado
tarde.
Maximiliano
Reimondi
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