jueves, 19 de diciembre de 2013

                                                                 ALIMENTOS





La industria mundial de la alimentación está en manos de un grupo de multinacionales que llegan a todos lados con sus productos. Nos tientan y nos engañan con filosofías orientales, ecologistas y precios caros. En Argentina, la cadena alimenticia tiene un altísimo grado de concentración que, entre otras infinitas razones, explican el índice de inflación real. Nuestro país genera alimentos para 400 millones de personas. La mayoría de las empresas alimentarias multinacionales importan sus fórmulas tóxicas, girando como satélites de este planeta enfermo que destruyó su superficie labrándola al capricho del paladar industrial y su voracidad insaciable. El monocultivo predomina en el campo argentino y se utiliza el transgénico. Las verduras y frutas, la carne, el pollo, están llenos de productos químicos que envenenan nuestro cuerpo. El sistema político no discute estos temas. Lo que nuestros dirigentes discuten es la rentabilidad de los agronegocios y la propiedad de la tierra. El debate acerca de cuánto se lleva cada uno es tensa y decisiva pero no se discute sobre cómo se produce. La puja por la renta no consigue frenar las tendencias globales de la acumulación. Muchos especialistas coinciden que nuestra alimentación está llena de ingredientes que no necesitamos. Somos los rehenes de una industria que va moldeando nuestros cuerpos. El panorama es tan apocalíptico que la industria empieza a generar antídotos contra su propia política, un plan B para los ricos que caen víctimas de su voracidad. Apostar a otro tipo de alimentación suele ser más caro y requiere la expansión de una cadena de ingeniería solidaria. La economía popular de productos autogestionados cuenta con un alcance limitado pero expresa el reverso del consumo que nos tiene anestesiados.
Hay cifras oficiales impactantes: en el mundo hay 1500 millones de hectáreas cultivadas. 170 millones ya están sembradas con transgénicos, el 90 por ciento en cinco países entre los que están Argentina y Brasil. Este año, como no había ocurrido nunca bajo el consenso de las commodities, los productores amenazan con sembrar una superficie menor que la del año pasado.
La mitad de los argentinos tiene sobrepeso, la diabetes en nuestro país alcanza el 10 por ciento; la hipertensión el 30 por ciento; el 25 por ciento tiene colesterol alto; el 34 por ciento de los chicos de hasta dos años tiene anemia al igual que el 20 por ciento de las mujeres y el 30,5 de las embarazadas.
En el siglo XXI, la comida fue invadida por la lógica financiera. La sofisticación estética de las grandes marcas logró que la comida nos seduzca por los ojos. La aplicación intensiva de tecnologías y saberes expertos en lo relativo a la nutrición humana, ha influido decisivamente en los hábitos de consumo. Los ingresos de los supermercados en nuestro país no está en alimentos frescos sino en productos procesados, en una relación que se puede estimar en un 70 a 30 por ciento. Se trata del imperio de la comida empaquetada. En los últimos diez años, las multinacionales salieron a combatir la mala prensa presentando miles de productos etiquetados como “saludables” que aseguraban eran reducidos en azúcar, en sodio y en calorías. Y en cada caso acompañaron la movida con campañas que promovieron el ejercicio, reafirmando la idea de acompañamiento mutuo, de juego en equipo y remarcando la amistad. En ese mismo período aumentaron sus ganancias globales en un 92 por ciento. Sin embargo, el hambre predomina en todo el mundo. No se aplican políticas para modificar este sistema perverso. Se debe pensar en la soberanía alimentaria antes de que sea demasiado tarde.
                                           
                                                              Maximiliano Reimondi


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