INMACULADAS NEREIDAS
Es una
obviedad decir que Las Nereidas descuellan por su magia y su belleza
en
cualquier lugar que se encuentren. Son sirenas mágicas con un encanto
sublime.
Sus atractivos las convierten en seres ilimitados, gráciles y testarudos
al
tutearse con el prójimo. Una sola de ellas sobrepasa la seducción, pero
estando
juntas, la admiración suplanta a lo imaginable. Es necesario tener más
ojos
para ver tanta perfección. Las Nereidas son seres que desconocen el mal.
Son
alegres, simpáticas, divertidas y muy ambiciosas. Tienen sus propios
deseos
y ¡son tan bellas! Debemos perdonarles cualquier defecto para no caer
en la
irrespetuosidad chabacana.
Viajan
por todos los mares del mundo y así se las confunde tantas veces. Se
muestran
en un conjunto esquivo y parcial. A veces, una de ellas se entretiene
recordando
a su creadora y desaparece en el éter.
Son
semidiosas navegantes, descendientes de Nereo, dios del mar. Habitan en
el Mar
Egeo, viviendo innumerables aventuras. Estas se convierten en
leyendas
de antología que salpican la curiosidad humana.
Hay
diferentes versiones de que serían atacadas en cualquier momento. ¿Por
quién?
¿Por aquellos seres inferiores que son carcomidos por la envidia? Es
que
nadie o nada podría hacerlo. Es una utopía eliminar tan obra póstuma.
Están
encantadas de vivir en ese aislamiento. Quieren llamar la atención de
cada
uno de nosotros para predicar el evangelio de sus dioses. Es un halo de
misterio
que las corroe y el arte se funde en sus entrañas. No están dispuestas
a
entregarse al amor y esto demuestra una soberbia que está plenamente
justificada.
Siempre
logran lo que quieren. Resulta increíble pero su persistencia entra en
un juego
maldito. Algunos amigos de la división élfica las admiran. Sólo quieren
cosechar
amantes para satisfacer su lujuria tan pecaminosa. No son capaces
de
sufrir por ello. Su gracia se profundiza en una indiferencia a lo banal. Tienen
fobia a
lo ridículo, a las burlas, a las críticas.
Los
pescadores no alcanzan a comprender su esencia. En el día, ellas
encrespan
los mares. En las noches la calma inunda los pies de la arena.
La
unidad de Las Nereidas está amenazada. El tiempo logrará atemperar a las
más
rebeldes. Nunca dejarán de nadar varias jornadas para desembocar en
ciudades
mitológicas y hermanadas. Sí, les gusta el fútbol, el tango y el
folklore.
Desean involucrarse en las conductas humanas para encarnarse en
aspectos
que pueden resultar mundanos. Nunca encuentran sosiego. En el
Egeo
bailan y juegan a la pelota. Después charlan entre ellas y duermen una
noche
de eternidad. Fueron ciento cuatro años de que ellas residen en Buenos
Aires.
Pero siempre viajan a los lugares más recónditos del orbe. No se
permiten
pernoctar siempre en un lugar por mucho tiempo. Ellas aman a
Argentina.
Yo las moldeé con mármol de Carrara para darles un ápice de
categoría.
Sus pies están protegidos de una valva de molusco donde emergen
tres
atléticos tritones desnudos, que las complacen en todo. Estos sostienen
las
bridas de tres caballos briosos, semi sumergidos en el agua de la valva y
que les
permite viajar por el universo. Ellas fueron cómplices del nacimiento de
Venus
cuando seducían a propios y extraños.
Esa
Venus que es también llamada Afrodita, hija de Urano, que nació de la
espuma
del mar, resto de su padre Cronos. Ella que es mitad mujer y mitad
pez.
Las
Nereidas, hijas de Nereo, inmersas en la Teogonía de Hesíodo, que
muestra
las múltiples caras del océano. Son divinidades bienhechoras y
protectoras
que bendicen a los navegantes de las costas mediterráneas. Su
abuelo
Poseidón es habitante de un palacio en el fondo del mar.
La
fuente es tan hermosa como las de Trevi o de los Ríos de Piazza Navona,
de
Roma. Esta creación que generó tantos agravios, acusaciones de
obscenidad,
ostracismo social y reacción forajida.
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Sí,
Lola Mora reflexionaba sobre todo eso porque en ella predominaba un
pensamiento
optimista, hermoso e implacable. Sabía perfectamente que era
una
joven mujer muy exitosa. Esto era inusual en una sociedad tan machista.
Era
algo que tanto le repugnaba. También se sentía muy afortunada. No creía
en la
suerte pero, según ella, algo había en todo eso. Estaba sentada en su
escritorio
con la mirada perdida en los puntos marchitos del orbe.
La
nostalgia la invadió de una forma cruel cuando el exilio le marcó el rumbo de
Italia.
Allí descubrió, de forma sorprendente, que la escultura era un don que
parecía
ser innato. Esto la enriquecía en todos los aspectos. Fue en esa época
que lo
conoció a Julio Argentino Roca, el presidente de un país que trataba de
emerger
de cualquier manera. Él era su tierno
admirador. Se había enamorado
al
observar sus ojos de damisela.
Ella
sentía a Buenos Aires como su eterno hogar. Una casa serpenteada por el
maravilloso
Río de la Plata. No
era una mujer tan sociable. A veces caía en una
soledad
tan repugnante que la llevaba al paroxismo. Amaba realizar esos
paseos
nocturnos, bordeando el río. Solamente acompañada de la noche. Se
sentía
tan independiente que los movimientos la llevaban a una serenidad
pasmosa.
Nacida de la naturaleza personificada en ese río. Creía ser una
mujer
de río. De río caudaloso, protuberante, seductor, orgásmico. Esas
caminatas
nocturnas donde la curiosidad la tomaba de la mano y cortaba la
luna.
Era una persona pegada en ese ámbito. Casi calcada a dos manos. Casi
no
percibía su figura porque sus vestidos oscuros vomitaban las penumbras.
Sus
pasos eran los de una gacela. Se tuteaban con la negrura. Era en las
noches
donde se iluminaban sus dotes creativas.
Fue una
noche donde se percibieron esos ruidos. Casi eran inaudibles.
Parecían
ser voces femeninas. Tenían una acústica especial. Esas voces se
extralimitaban
en su fantasía. Lola miró hacia el río. Ahí estaban las sirenas.
Nadaban
y se divertían. Eran cinco o seis que se comunicaban con sonidos
guturales.
Ella se mantuvo expectante. Observaba todo de una forma
extasiada.
“¡Cuánta fantasía podía brindar la bendita naturaleza!”-pensó. Las
había
imaginado pero no de esa manera. Se aproximó a la orilla del río,
buscando
la reparadora luz de la luna. Esta parecía traicionarla para que fuera
descubierta.
Las
sirenas se sorprendieron. Casi se escandalizaron. Así desaparecieron en
un
instante. Casi más infinitesimal que aquello. Sabían quién era ella. La madre
que las
había parido en un atardecer de orgía. Lola quedó shockeada con lo
vivido.
Sabía que eran sus Nereidas personificadas. No quería concientizarse
de que
todo había sido real. Hasta deseaba que todo hubiera resultado un
sueño.
En ese momento deseaba dibujarlas, nuevamente, con estrellas. No
aceptaba
haber consumado su obra que ahora parecía ser una burla del
destino.
Lola no tenía la más mínima idea de que sus inmortales Nereidas
habían
cobrado vida. Ellas no entendían nada de arte. Pero conocían el genio
de su
creadora. Cada vez que se observan en la
obra de su madre, se enojan.
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Julio
Argentino Roca siempre pensó que Lola fue una superviviente. Una mujer
incapaz
de rendirse ante la no respondida pregunta: “¿Cuál es el sentido de la
vida?”.
Una persona experta en el difícil equilibrio de esperar, mientras se
gastan
las palabras, los días, el futuro…Y el pasado ha de guardarse
obligatoriamente
en una raída maleta, en la que conviven la magia, la intimidad
y los
diferentes personajes que sangran en nuestra mirada.
¡Cómo
olvidar aquel día en que cuando él llegó a la presidencia de la Nación, le
otorgó
una beca para estudiar escultura en Roma! Sus familias eran amigas en
Tucumán.
La conocía desde la cuna.
Siempre
supo que era una mujer que había cruzado sin pudor alguno, las
fronteras
de las convenciones, que había vivido más allá de la censura helada,
envuelta
en ignorancia, estupor y prejuicio. Era aquella joven que había abierto
las
puertas hacia una libertad desconocida y extrañamente austera. Una mujer
que
miraba la vida desde su pasividad. Observaba los días desde la noche,
acariciaba
el tiempo, desde un arrugado costumbrismo que la apartaba,
mientras
ella aceptaba “ser” un apartado en la historia. Lola Mora había
borrado
ese pasado, escribiendo un futuro que aún se ensaya a lápiz y con
faltas
de ortografía. Era capaz de viajar sobre lo quejidos de una sombra, sobre
las
palabras reivindicativas de una mujer que buscó algo más, intentando
dibujar
un futuro mejor. Más luminoso, más justo y más igualitario. Ella era la
más
polémica. Adelantada varias décadas a los códigos sociales de su tiempo,
por lo
que debió soportar duros ataques.
Roca
pensaba demasiado sobre ella. La admiraba. Lola se había adelantado
demasiado
a su tiempo. Haber sido la primera escultora argentina había sido
visto,
por la mayoría de sus contemporáneos, como una osadía imperdonable,
y no
había sido su única impertinencia: Lola se había comportado, a principios
del
siglo XX, de un modo que sólo sería
admitido décadas después. Y
paradoja
de paradojas, sus principales enemigas fueron las mujeres.
Pagó el
hecho de haber sido mujer. Hermosa, inteligente
y libre. Sobre todo
libre. Tanto
que se animó a divorciarse en un momento en que sólo las reinas,
como
Victoria de Inglaterra, o las meretrices famosas, como Mata Hari o la
Bella
Otero que ejercían el derecho a la
independencia de criterio.
Él era
el más fervoroso admirador y defensor de Mora.
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Unas
lágrimas vagan por las mejillas de Lola cuando recuerda que en su
infancia
tucumana ignoraba las lecciones de zurcido, bordado, cocina y
administración
del hogar. Prefería pintar o se escapaba para aprender alfarería
con las
indias diaguitas o calchaquíes de la región. Todos le decían que era
hermosa
y sensual, y de que su mano-y el resto de
su anatomía-era la mayor
ambición
de muchos jovencitos de buena familia. Siempre quiso ser artista.
Una
boda temprana no estaba en sus planes. A pesar de que a los veinte años
tenía
admiradores como Augusto Rodin, Luis-príncipe de Mónaco-y el marqués
de
Sangiovanni. Quizás habían sucumbido al encanto de sus ojos de sombra y
sueño y
de su piel cetrina (por ello sus padres la llamaron Mora), al igual que
muchos
notables europeos. Su rebeldía se reflejaba cuando vestía con
pantalones.
Algo insólito para principios de siglo. También liberaba su melena
al
viento. Lola se sienta. Quiere sentarse. Y recuerda…Recuerda…Recuerda
que
prefería relaciones sin compromiso y trabajar en lo suyo. Quienes jamás
habían
tenido una pasión semejante por el arte no la comprendieron, y menos
por ser
una mujer: ¿acaso Dios las había creado sólo para que se casaran y
tuvieran
hijos?
Se
emociona cuando en su mente aparece el flash de un acontecimiento
inolvidable.
Corría el año 1903 cuando Carlos Pellegrini, el ex presidente y
fundador
del Jockey Club, la visitó en Roma y le habló para que regresara e
hiciera
una fuente en la Argentina. Fue
a martillo y cincel que castigaba a
inmensos
mármoles de Carrara, mitológicos dioses del mar. Los hizo
desnudos,
sin púdicas hojas de parra. Así nacía la Fuente de las Nereidas.
Se ríe.
Su risa contagia hasta a las paredes. ¡Cómo no reírse de los pacatos
que
decían que esa obra ofendía el pudor porteño! Lamentaba que la impureza
que
algunos llevaban dentro de su alma hubiera primado sobre el placer
estético
de contemplar un desnudo humano, que era la más maravillosa
arquitectura
que había creado Dios. Sus palabras pegaban estocadas en sus
rivales.
Le divertían esas batallas verborrágicas.
Pero
fue derrotada. Salvajemente derrotada. Injustamente derrotada. Porque
predominaban
esas mentalidades que mataban el espíritu artístico. Ese espíritu
que le
da sentido a la vida. Ellas provocaron su fracaso. Por eso quedó en la
miseria.
Se sintió invadida por la locura. En los días de lluvia caminaba hasta la
costanera
sur, y con una toalla insignificante secaba afanosamente los rostros
perfectos
de las estatuas que ella misma había esculpido. Era un dolor
lacerante
que debía sufrir.
Ahora
Lola está allí. Mirando su creación. Le habla. Habla palabras que vomita
en un
sinfín de espasmos.
“Sí,
queridas. Eran los sueños de Cecilia Grierson, Alfonsina Storni, Alicia
Moreau
de Justo. Cuando la mujer ya había salido o empezaba a salir con
todos
sus bríos del imperio doméstico, alcanzando metas inesperadas.
Conmigo
no ha sucedido así. Muchos no saben siquiera quién fui, qué hice, en
qué
tiempo viví. ¿O simplemente a los argentinos les basta con saber que nací
aquí?
¿Qué fui escultora y las hice a ustedes que agonizan en este lugar
maldito?
¿Por qué no decir que prácticamente morí de olvido? ¿Y por qué no
decir
también que ni las críticas, ni las presuntas biografías que se han hecho
hasta
el presente han servido de mucho, ya que sigo siendo una desconocida,
una de
esas tantas mujeres secretas para multitudes de argentinos? Junto con
mi
vocación, trajo al mundo esa pesada carga de avatares reservada a los
íntimos.
Conviví durante toda mi vida con el rótulo de “rara”, por el solo hecho
de
tener una personalidad amplia y definida y por no aceptar la hipocresía a
que me
tuvieron acostumbrada las leyes insensibles de la época. Esa época
que me
tocó vivir y que persisten todavía. Raras mujeres porque inauguraron el
alba
con su pluma o porque habiendo abierto caminos hacia la ciencia,
supimos
de la posibilidad de curar las heridas de América. Raro destino de las
“raras”.
Algunas proyectadas al porvenir…Otras, descubiertas al filo de sus
ocasos…La
mayoría entre cuales figuro como “desconocida aventurera de un
arte
para hombres”, según definición de alguien que me conoció en Jujuy en
1928 y
que no viera bien mi actitud liberal y emancipada.
La
mayoría, insisto, muertas en el beneficio de una compañía. Olvidadas por
los
seres presuntamente queridos…A lo largo sepultadas en el más absoluto
anonimato
y desmerecidas como personas de décadas…Pero no me quejo ni
me he
doblado jamás. Pienso que es tiempo ya de salir a rescatar las figuras
sucias
de brea de Alvear, Zubiría, Fragueiro, Laprida. Tiempo de devolverle al
Congreso
de la Nación
las figuras de la libertad y de la justicia, que por extraño
designio
de los hombres públicos de entonces, siguen todavía exiliadas en la
provincia
de Jujuy…¡Que se levanten los eruditos que pidieron que las figuras
escultóricas
fueran tiradas al río por no ser más que un bloque de piedras de
mal
gusto!...
Pero
claro, en mi patria me destaqué como una artista revolucionaria. Usaba
una
vestimenta no bien mirada en una mujer. Bombachas y boina. Esto
provocó
reacciones inmediatas. Fui demasiado audaz. Había vivido en Italia,
estaba
demasiado europeizada. Tendía a modificar estructuras…No. No. Lola
Mora
parecía ser sinónimo de escándalo. Pobres de ustedes, deben estar
muriéndose
de frío…; si un atardecer desesperado (porque la desesperación
se vuelve
atardecer, en uno), subo a una de ustedes pretendiendo secarlas de
la
lluvia, es porque sé que hasta la más dura piedra o el más frío elemento
necesitan
de vez en cuando de toda esa caricia ligera y transparente del
afecto…Modelé
el mármol como a hijos. Les fui dando la forma. Acuné el
desafío.
Registré los dolores de ustedes porque era una parturienta
incomprendida.
Puse mi amor incondicional en esos mudos herederos que
miraron
luego desde su posteridad. Sabía, sí, que estaba sola frente al mundo
hostil,
cerrado a mi destino.
Si cabe
preguntar quién decidió mi castigo por haber inventariado el alba…, por
mirar
más allá de las piedras…, por dialogar con la arcilla mientras trataba de
acaparar
la magia…, y yo tampoco lo supe nunca…”
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Ahí se
levanta Lola. Lucha con la lluvia. Lluvia que la amarga, que la
enloquece,
que la trauma. Tira al agua esa toalla que asumía el personaje de
corsario.
Llora Lola. Se desarman sus ojos vetustos de resabio araucano. Esa
tucumana
piel de tarde de llovizna. Se va allá lejos, donde la creatividad otorga
dones y
privilegios. Despierta expectativas…Establece el examen de ingreso
hacia
la consagración.
MAXIMILIANO REIMONDI