CINE
Fausto
Drama-Duración: 138 minutos
Título original: Faust
Clasificación: Apta para mayores de 16 años
Actores: Antje Lewald, Anton Adasinski, Florian Brückner,
Georg Friedrich, Hanna Schygulla, Isolda Dychauk, Johannes Zeiler, Alexsandr Sokurov.
Directores: Alexsandr Sokurov.
Guionistas: Aleksandr Sokurov, Marina Koreneva.
Director de fotografía: Bruno Delbonnel.
Música: Andrey Sigle.
Montaje: Jorg Hauschild.
Sinopsis
Fausto es un
pensador, un portavoz de ideas, un transmisor de palabras, un maquinador, un
soñador. Un hombre anónimo empujado por instintos básicos: el hambre, la
codicia, la lujuria. Una criatura infeliz y perseguida.
Crítica: por Maximiliano Reimondi
Calificación: Buena
Fausto fue la ganadora de la última edición del Festival de
Venecia y, de esta manera, tras una extensa y geométrica trayectoria, Sokurov
alcanzó su primer reconocimiento, en cuanto a premios importantes de la Europa
occidental.
Además, el mismo trabajo supone un cierre en la estructura
de la obra del realizador, dado que actúa como broche de la tetralogía que el
director ha destinado al estudio de la naturaleza del poder. Las anteriores se
centraban en la instantánea del ocaso de tres grandes figuras históricas:
Hitler (Moloch, 1999), Lenin (Taurus, 2001) e Hiroito (Solntse, 2005). Fausto
es el epílogo conclusivo que funde sus raíces en el mito del pacto con el
diablo. En ella se elucubra una disertación, que tiene mucho de metafísica del
mal, en torno a la corrupción y la decadencia. Utiliza como vehículo la obra de
Goethe, especialmente su primera parte, y, aunque no sea una adaptación
literal, acaba siendo más fiel que, por ejemplo, otra gloriosa traslación al
cine, la mítica y monumental cinta de Murnau.
El Fausto de Sokurov es un racionalista de la Ilustración
(niega que exista el alma), un doctor con exceso de bilis negra, atrapado en un
mundo monstruoso e irracional que acaba sucumbido bajo las manipulaciones del
diablo. El hombre es un ser débil y ambicioso que ansía riqueza (aqueja un
hambre famélica y no tiene dinero). Se trata de un papel protagonista que, como
ya pasaba con el Mefisto de Emil Jannings, acabará devorado en la pantalla por
un cínico usurero (profesión humana que adopta el Mefisto de Sokurov), donde no
faltan hirientes punzadas a la Iglesia. El perfil que se dibuja de un viejo,
repulsivo y decrépito Mefistófeles.
Siguiendo con el mismo Taurus, también podemos decir, que de
las tres, es con la que guarda más relación. No solo por el diablo, que nos
recuerda el retrato claustrofóbico de los últimos estertores de Lenin, sino por
el tono ofuscado y desapacible, junto con el exacerbado tratamiento estético.
No obstante, Fausto, bajo la paleta de Bruno Delbonnel,
encuentra una expansión que le permite erigirse en una especie de súmmum y compendio
de las experimentaciones visuales que son características en la filmografía del
director. de Madre e hijo (Mat i Syn, 1997). Un catálogo colosal, que bajo la
escritura del responsable de la fotografía de Amélie (2001), el cual trabaja
por primera vez con el ruso, se olvida de lo idealizado y lo bello, para
trabajar en los cavernosos tintes de lo desagradable y lo soez.
Quizás por ello, Margarita pierde el candor y la posterior
condición estatuaria de mártir de la Gretchen de Murnau. Es una mezcolanza
entre lo vertiginoso del ideal clásico y la disonancia de éste al hacerlo
terrenal. A resultas de ello, la imposición de la belleza de Margarita a Fausto
aparece como externa y equívoca para el espectador, porque se hace más evidente
el vínculo de lo bello con la muerte, el ideal con lo putrefacto.
Eso provoca que la sensación de visionar Fausto no sea del
todo placentera. Sokurov se hace áspero y desagradable, radicaliza su
imaginario en descomposición y escarba en las fosas del mal gusto. No hay mayor
declaración de intenciones que aquel plano aéreo con el que da inicio,
forzosamente irreal mediante la digitalización, para posarse directamente en un
cadáver -teniendo en primer plano su pene purulento-, para que después
comprobemos cómo el doctor Fausto revuelve las entrañas del cadáver al que le
está haciendo la autopsia.
Porque el film es como la mandrágora, una flor que nace en
el patíbulo de los ahorcados. Y en ese sentido,
recoge el aliento pictoricista y habitual del director, ahondando en la
figuración y composición asimétrica e insólita de la pintura barroca, un aire
denso y abigarrado que supura, que se hace corpóreo y telúrico. Eso hace que el
enervante e hipnótico dinamismo de la cámara, o la presión de los cuerpos apretándose
en el marco de visión, como la secuencia del paso del ataúd hacia la iglesia.
El fastuoso
tratamiento plástico del film, con su exhaustivo trabajo con la luz, su
aplanamiento del volumen mediante la ensayada anamorfosis del díptico Madre e
hijo y Padre e hijo, o sus enigmáticos velos brumosos traza una fascinante
fantasía desbocada y devuelve al espectador una sensación de irrealidad
espectral. Como si las esencias del mito brotasen de las tinieblas y al chocar
con la luz se disolviese el grosor y se distorsionasen las figuraciones.
Es toda una experiencia asistir a esta ópera densa del
horror, que busca lo patético a través de la emoción violenta y fuera de
control. Es quizás una de las aproximaciones contemporáneas más cercanas a lo
sublime en términos kantianos, un placer paradójico próximo al terror.
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