El papa ¿renuncia, dimite o abdica?: la
cuestión lingüística
La noticia de que Benedicto XVI había decidido abandonar el
papado provoca las primeras dudas lingüísticas: un papa… ¿dimite?,
¿renuncia? o ¿abdica?
Al cotejar la propia declaración papal, Benedicto XVI en su
intervención original en latín empleó el verbo renuntiare y en las traducciones a diversos idiomas
publicadas en la web del Vaticano aparecían los términos renuncio, renoncer, renounce, rinunciare…
Consultada por la Fundéu BBVA, la Conferencia Episcopal
Española fue clara: «el papa no dimite ni abdica, el papa renuncia a su
ministerio» conforme a lo que establece el Código de Derecho Canónico.
El siguiente paso fue consultar el diccionario de la Real
Academia Española, que nos da algunas pistas: la primera acepción de abdicar, la más apropiada en este caso, es
‘ceder su soberanía o renunciar a ella’ según una definición que empieza
aclarando que esto es ‘dicho de un rey o príncipe’.
Dimitir, dice el
DRAE, es ‘renunciar, hacer dejación de algo como un empleo, una comisión, etc.’
Y por último renunciar supone
‘hacer dejación voluntaria, dimisión o apartamiento de algo que se tiene, o se
puede tener’ o ‘desistir de algún empeño o proyecto’.
Por tanto parece que, como dice el lexicógrafo Martínez de
Sousa, «el que abdica renuncia, el que dimite renuncia, el que cesa renuncia y,
por supuesto, el que renuncia renuncia».
Así las cosas, estos verbos parecen tener un sentido muy
próximo, si no equivalente, lo que los haría casi sinónimos.
Pues bien, a lo largo de la historia han abdicado o
renunciado los siguientes papas: San Ponciano (230-235), San
Martín I (644-654), San
Celestino V (1294-1294),
y Gregorio XII (por
cierto, único de los papas abdicantes que no es santo). Posiblemente lo hizo
también San Silverio (536-537).
Debo de mencionar el curioso caso de Pío
VII, papa que llega a firmar una abdicación que, sin embargo, no consumará.
Y es que los quince primeros años de su largo pontificado de veintitrés, toca a Barnaba
Chiaramonti, que tal era su nombre de pila, hacer frente a la dura
circunstancia que para Roma representará la irrupción en la escena europea de Napoleón
Bonaparte, cuya política respecto de los estados pontificios pasaba por la
anexión al Imperio francés de su vasto territorio entonces, y por el
sometimiento del Pontífice a sus criterios.
Cuando “a petición” de Napoleón,
-una petición producida de esa manera tan especial que tenía el Emperador de
pedir las cosas-, Pío
VII acude
a París para coronarlo emperador en 1804 de la forma en que con maestría
retrató el pintor francés David, Pío VII no
inicia viaje sin dejar firmada su abdicación, todo ello en previsión de acabar
siendo hecho prisionero, según muchos temían ocurriera. Como al final
la temida detención no se produce, Pío
VII pudo
volver a Roma, y su abdicación, en consecuencia, no se pronunció nunca.
Más cerca ya de nuestros días, mucho se especuló con
la posibilidad de que también Pablo VI hubiera pensado en abandonar el trono
de Pedro en un momento anterior al de su muerte, basada en algunos hechos que
se probaron más irrelevantes de lo que muchos quisieron creer en su momento:
sus iniciativas de inhabilitar a los cardenales electores a los ochenta años o
la de fijar la edad recomendable para la dimisión de los obispos a los setenta
y cinco, como si quisiera establecer que existía una edad máxima para cada
cargo eclesiástico, e incluso la solemne visita que tres años después de su
elección realizaría el 1 de septiembre de 1966 a la tumba de San
Celestino V, de quien hemos hablado arriba, dieron pábulo al rumor, si bien
lo cierto es que, como muchos de Vds. recordarán, el final del pontificado de Pablo
VI no
se produjo, finalmente, sino con su muerte, acaecida el día 6 de agosto de
1978, cuando tenía ochenta años de edad.
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