viernes, 15 de febrero de 2013


El papa ¿renuncia, dimite o abdica?: la cuestión lingüística




La noticia de que Benedicto XVI había decidido abandonar el papado provoca las primeras dudas lingüísticas: un papa… ¿dimite?, ¿renuncia? o ¿abdica?
Al cotejar  la propia declaración papal, Benedicto XVI en su intervención original en latín empleó el verbo renuntiare y en las traducciones a diversos idiomas publicadas en la web del Vaticano aparecían los términos renuncio, renoncer, renounce, rinunciare
Consultada por la Fundéu BBVA, la Conferencia Episcopal Española fue clara: «el papa no dimite ni abdica, el papa renuncia a su ministerio» conforme a lo que establece el Código de Derecho Canónico.
El siguiente paso fue consultar el diccionario de la Real Academia Española, que nos da algunas pistas: la primera acepción de abdicar, la más apropiada en este caso, es ‘ceder su soberanía o renunciar a ella’ según una definición que empieza aclarando que esto es ‘dicho de un rey o príncipe’.
Dimitir, dice el DRAE, es ‘renunciar, hacer dejación de algo como un empleo, una comisión, etc.’
Y por último renunciar supone ‘hacer dejación voluntaria, dimisión o apartamiento de algo que se tiene, o se puede tener’ o ‘desistir de algún empeño o proyecto’.
Por tanto parece que, como dice el lexicógrafo Martínez de Sousa, «el que abdica renuncia, el que dimite renuncia, el que cesa renuncia y, por supuesto, el que renuncia renuncia».
Así las cosas, estos verbos parecen tener un sentido muy próximo, si no equivalente, lo que los haría casi sinónimos.

Pues bien, a lo largo de la historia han abdicado o renunciado los siguientes papas: San Ponciano (230-235), San Martín I (644-654), San Celestino V (1294-1294), y Gregorio XII (por cierto, único de los papas abdicantes que no es santo). Posiblemente lo hizo también San Silverio (536-537).
 Debo de mencionar el curioso caso de Pío VII, papa que llega a firmar una abdicación que, sin embargo, no consumará. Y es que los quince primeros años de su largo pontificado de veintitrés, toca a Barnaba Chiaramonti, que tal era su nombre de pila, hacer frente a la dura circunstancia que para Roma representará la irrupción en la escena europea de Napoleón Bonaparte, cuya política respecto de los estados pontificios pasaba por la anexión al Imperio francés de su vasto territorio entonces, y por el sometimiento del Pontífice a sus criterios.
 Cuando “a petición” de Napoleón, -una petición producida de esa manera tan especial que tenía el Emperador de pedir las cosas-, Pío VII acude a París para coronarlo emperador en 1804 de la forma en que con maestría retrató el pintor francés David, Pío VII no inicia viaje sin dejar firmada su abdicación, todo ello en previsión de acabar siendo hecho prisionero, según muchos temían ocurriera. Como al final la temida detención no se produce, Pío VII pudo volver a Roma, y su abdicación, en consecuencia, no se pronunció nunca.
 Más cerca ya de nuestros días, mucho se especuló con la posibilidad de que también Pablo VI hubiera pensado en abandonar el trono de Pedro en un momento anterior al de su muerte, basada en algunos hechos que se probaron más irrelevantes de lo que muchos quisieron creer en su momento: sus iniciativas de inhabilitar a los cardenales electores a los ochenta años o la de fijar la edad recomendable para la dimisión de los obispos a los setenta y cinco, como si quisiera establecer que existía una edad máxima para cada cargo eclesiástico, e incluso la solemne visita que tres años después de su elección realizaría el 1 de septiembre de 1966 a la tumba de San Celestino V, de quien hemos hablado arriba, dieron pábulo al rumor, si bien lo cierto es que, como muchos de Vds. recordarán, el final del pontificado de Pablo VI no se produjo, finalmente, sino con su muerte, acaecida el día 6 de agosto de 1978, cuando tenía ochenta años de edad.
  



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