VOY A REGAR LAS PLANTAS Y VUELVO
Catamarancio Peñaloza era cleptómano desde chiquito. Su afición
enfermiza llegó a tanto, que un día, a su madre le robaba los fósforos para que
no pudiera prender la cocina y hacerla renegar. Disfrutaba cuando su mamá lo
corría por toda la casa, con el cinturón a cuestas. Vivía en Puerto Madryn, en
una casa residencial, ya que su padre tenía un muy buen trabajo y ganaba mucho
dinero.
Cuando era más grande, les robaba los juguetes a sus amigos y los
enterraba en el jardín de su casa. Los cubría con cajas de cartón para que
nadie los descubriera. Imitaba a su perro Tonti.
Cuando tenía 22 años, ocurrió un hecho fundamental en su vida. Su
vecino, compró una máquina de cortar césped, último modelo, que embelesó a
Catamarancio. Se había obsesionado con ella. Una noche, el joven se levantó,
saltó el tapial del patio de su vecino. La máquina estaba enfundada y guardada
en la galería de la casa. Sigilosamente, la sacó y se la vendió a un jardinero
en una excelente cifra.
Ese fue el comienzo de una serie de hurtos, emprendidos por
Catamarancio, en el que fue afectado todo el vecindario. A los tres meses de
sucedidos los hechos, se armó un gran revuelo y todos querían descubrir, cuanto
antes, al culpable.
Un día, un vecino descubrió a Catamarancio en pleno acto delictivo. Fue
detenido, acusado de cuarenta robos y condenado a tres años de cárcel.
En la prisión era muy querido por todos los internos, por los guardias y
las autoridades oficiales. Cumplía todos los códigos carcelarios y era
recompensado como merecía.
En la cárcel, Catamarancio era un joven tranquilo, solidario, simpático,
divertido y generoso. Además, era un tipo muy emprendedor. Organizaba partidos
de fútbol entre los presos y diversas actividades de ocio.
Su entusiasmo fue creciendo de tal manera que decidió estudiar una
carrera universitaria, dentro del penal. Quería ser abogado.
El comisario lo apoyó incondicionalmente y quería ayudarlo. Le solicitó
al Juez que le permitiera realizar tareas internas, además del estudio. El
Magistrado estuvo de acuerdo.
Le fue designado realizar las tareas de jardinería, en el patio del
penal. Era muy extenso y los canteros llegaban a la ruta. Catamarancio
realizaba con mucho entusiasmo su labor diaria.
Todos los días, a las dos de la tarde, el joven perdía permiso a los
guardias y les decía:
-Voy a regar las plantas y vuelvo.
-Bueno, Cata, andá. Estás autorizado. Portate bien que te estamos
vigilando-le decían los policías mientras jugaban al truco y miraban
televisión.
A las siete de la tarde, el oficial López le preguntó a su compañero:
-Ché, ¿qué hora es?
-Las 7.
-¿Las 7? Qué raro que Catamarancio no haya vuelto. Tendría que haber
vuelto a las 6.
-¿Cómo que no volvió? No puede ser, vayamos a ver.
Los guardias lo buscaron por todos lados. Con el correr de los minutos,
se ponían más nerviosos. Catamarancio no estaba por ningún lado.
-¡Este hijo de puta se escapó! ¡No puede ser! Uy, ahora el quilombo que
se nos arma. Nos van a cortar los huevos con una tijera de podar. ¡Cómo pudimos
ser tan pelotudos!
Su compañero estaba pálido y miraba para todos lados. En un momento,
dijo.
-Ché, Cacho, ¿y la manguera dónde está?
-Dejate de joder, boludo, qué mierda me importa ahora la manguera.
¿Justo ahora te preocupás por eso? ¡Se nos escapó un preso! ¿Entendés lo que
significa eso? ¡Somos boleta!
-Qué bárbaro, este Peñaloza. Se escapó y hasta la manguera se llevó.
¡Era la única que teníamos para regar!
Maximiliano Reimondi
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