ALGO
IMPORTANTE
I
Sentado
detrás de su desordenado escritorio, el doctor Menard miró al desconocido.
Observó a
un hombre robusto, gordo, peludo, de rostro cetrino e imperturbable y ojos
negros, con
un traje arrugado y una corbata rota.
-¿Quería
verme?-preguntó Menard.
-¿Usted es
el doctor Menard?-dijo el visitante.
-Sí-afirmó
el médico-miró al hombre con inquietud, y luego echó un rápido vistazo a
toda la
habitación, como queriendo encontrar alguna respuesta-Tome asiento.
El
visitante ocupó una de las sillas frente al escritorio. Ambos hombres se
miraron; de
nuevo,
Menard miró rápidamente toda la habitación.
-¿No me
reconoce?-preguntó el desconocido.
-No-replicó
Menard. Estaba sentado rígidamente en su sillón, observando a su
visita.¿Puedo…?
-Me llamo
Blanchard-Menard no hizo ninguna seña, siguió observando a su visitante-
Antoine
Blanchard.
-Oh-dijo el
doctor-. Ahora recuerdo el nombre. Usted es el esposo de la mujer que
murió. Pero
no sé qué hace aquí. Hice lo que pude.
-No hizo lo
que pudo. Lo que hizo, lo hizo mal. Muy mal-miró a Menard, flaco,
inmóvil-.
Parecía sobrar en el gran sillón en que estaba sentado-He venido a pedirle
explicaciones.
Supongo que podrá dármelas.
-¿Y qué
quiere que le diga?
Blanchard
no dejaba de mirarlo, y Menard se puso muy nervioso; se sentó muy
incómodo,
aunque sin dejar de observar al hombre con despierta curiosidad.
-¿Qué
quiere de mí?
-¿Qué
pasó?...-hablaba como un campesino-¿Qué salió mal?...
-Tuvo un
paro cardíaco repentino…-observó al visitante, con los ojos entrecerrados e
inexpresivos-.
Sí, ya recuerdo. Su esposa estaba respondiendo bien a la cirugía. De
pronto…
-No me mienta-dijo
Blanchard.
-¿Cómo?-se
miraron.
El
visitante habló con voz lenta, uniforme, clara, observando todo el tiempo a
Menard
con rostro
impasible.
-Soy pobre.
Supongo que eso lo sabrá. Algo recordará. Gasté hasta el último centavo de
mis
ahorros, para salvar a mi mujer. ¿Se acuerda de algo? Ella era lo último que me
quedaba en
esta vida.
-¿Sí?-dijo
Menard-. Se puso nervioso y comenzó a hacerse hacia atrás en el sillón,
mientras
observaba la cara cetrina del hombre sentado frente a él. El visitante hablaba,
sin apuro,
sin ganas.
-No se haga
el tonto.
-¿Eh?-dijo
Menard.
-Usted sabe
que puede ir a la cárcel.
-¿Eh?
-No lo
amenazo. Se lo digo, simplemente. No soy el único.
-Eso no lo
dudo-señaló Menard-Ahora empiezo a acordarme más de usted…
Se miraron.
Ninguno de los dos dijo nada. No pronunciaron las palabras. Fue Menard el
que apartó
la vista.
-Era una
muy buena mujer-dijo Blanchard, con su voz inexpresiva, lenta-Tan buena
como mi
madre.
Menard se
puso de pie. Se paró detrás del escritorio. Era un hombre alto, más alto que el
otro.
-¿Qué
quiere? ¿Sacarme dinero?
-Podría
ser.
-Buenos
días, señor-dijo Menard.
Blanchard
no se movió.
-¿Qué pasa?
¿Tiene miedo?
-Buenos
días, señor.
El
visitante se quedó un tiempo inmóvil. Musitó algo, como si estuviera
masticando.
Luego, se
paró y se fue sin decir nada.
-Vino para
extorsionarme. ¿Pero qué se cree? No soy perfecto…
II
Cuando el
doctor Menard salía del consultorio, se detenía en la puerta de calle y, si era
invierno,
se envolvía el cuello con su bufanda de lana, se abotonaba el abrigo y se iba a
su casa.
Desandaba el camino, disfrutando la escena: las lámparas globulares que se
curvaban
hacia abajo y parecían jugar con las sombras; los edificios, las señales, el
ruido.
Tenía
cuarenta años. Era soltero. Vivía con su madre, una inválida de ochenta años.
Era hijo
único. Su padre había muerto en un accidente automovilístico. Siempre lo
torturaba
con su exigencia y disciplina. Había que reconocer que era un gran médico.
Había
heredado los pacientes de su padre. Sus relaciones con los pacientes apenas
podían
llamarse normales. Los sufrimientos que tenían eran múltiples. Vivían en
lugares
miserables,
donde pasaban la hora charlando de las necesidades insatisfechas. Menard,
con el
rostro impávido, recordaba su residencia en un hospital de base cuando la
mayoría de
los pacientes morían.
III
Cuando
usaba su automóvil, iba a gran velocidad, atravesaba el tránsito y tomaba una
avenida
donde el aglomerado de coches se deshacía en dos veloces líneas paralelas. Así
se
desprendía de su ansiedad. El sudor se evaporaba; sentía el cuerpo firme, como
si el
movimiento
le diera seguridad. Entonces comenzaba a mirar alrededor y hacia delante,
nombrando
las calles. Aminoraba la marcha al pasar por una calle que no tenía nombre,
en mitad de
la cual había negros e italianos trabajando con picos y palas. Y decía: “Dios
mío”.
IV
El cuarto
era un dormitorio, un cuarto grande atestado de muebles. Una mujer vieja
estaba
reclinada en un sillón junto al fuego, envuelta en mantas. Menard se sentó en
una
silla recta
a su lado, se inclinó hacia delante y empezó a hablar.
-Era la
segunda vez que lo veía, y me pidió explicaciones de por qué había muerto su
mujer.
-¿Es de
aquí?-dijo la mujer.
-Sí. Es
dueño de un almacén. Es muy pobre.
-¿Y qué
pasó?
-Quiere
sacarme dinero.
-Me refiero
a por qué murió la mujer.
-Todo venía
normal en la cirugía. De pronto, tuvo un paro cardíaco y no pudimos
salvarla.
-¿Cometiste
algún error?
-¿Crees…?
¡Dios mío! No entiendes esto-la miró con una cara tensa, demacrada-¿Qué
estás
pensando?
-Nada-dijo
la mujer. Tenía los ojos cerrados y la cabeza recostada.
V
Dos meses
después, cuando el doctor Menard salió del ascensor en su piso, vio la silueta
de un
hombre recostada contra las ventanas más luminosas del extremo del corredor.
Una
silueta robusta, con un traje arrugado.
Juntos entraron en el consultorio y volvieron
a
enfrentarse en ese desordenado escritorio de por medio.
-Usted
falló, doctor. Podía salvarla y se le fue de las manos. Total, no se preocupa
porque
nosotros somos de la clase que no cuenta-mientras hablaba miraba a Menard, a
ese rostro
delgado, impredecible, que lo miraba con ojos apagados desde el otro lado del
escritorio-Usted
debe ir a la cárcel, doctor Menard.
-Si no le
doy dinero, usted me denuncia.
-Depende de
cuánto estemos hablando.
-Sí-dijo
Menard-. Nosotros, los pobres médicos, tan tontos. Pero no somos más que
hombres con
un título universitario. En un tiempo yo estaba engañado. Pero un hombre
no puede
engañarse siempre. ¿Qué debo hacer?
VI
La casa de
Blanchard estaba sobre un lugar alejado de la ciudad. Tenía un estilo rústico.
Era una
casa chica. Cuando llegó Menard, Antoine le abrió la puerta. No se dieron la
mano. El
lugar era terrible, opulento, oprimente, frío.
Del
bolsillo interior Menard sacó un paquete.
-Tengo aquí
todo este dinero-lo puso sobre la mesa.
Blanchard
no se había movido. Seguía inmóvil, de pie. Durante un rato largo se quedó
quieto. Su
rostro estaba tenso, incierto.
Menard se
movió, en dirección a la puerta, con aire vago, como si de repente
descubriera
que se estaba moviendo. Blanchard dijo:
-Oiga,
doctor…
Menard giró
el cuerpo con un movimiento instintivo. Observó con espanto el arma que
apuntaba a
su cuerpo. Abrió la boca con un grito ahogado. Blanchard disparó tres veces
sobre el
corazón del médico.
Maximiliano Reimondi
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