martes, 8 de octubre de 2013

                                               ALGO IMPORTANTE



                                                               I



Sentado detrás de su desordenado escritorio, el doctor Menard miró al desconocido.

Observó a un hombre robusto, gordo, peludo, de rostro cetrino e imperturbable y ojos

negros, con un traje arrugado y una corbata rota.

-¿Quería verme?-preguntó Menard.

-¿Usted es el doctor Menard?-dijo el visitante.

-Sí-afirmó el médico-miró al hombre con inquietud, y luego echó un rápido vistazo a

toda la habitación, como queriendo encontrar alguna respuesta-Tome asiento.

El visitante ocupó una de las sillas frente al escritorio. Ambos hombres se miraron; de

nuevo, Menard miró rápidamente toda la habitación.

-¿No me reconoce?-preguntó el desconocido.

-No-replicó Menard. Estaba sentado rígidamente en su sillón, observando a su

visita.¿Puedo…?

-Me llamo Blanchard-Menard no hizo ninguna seña, siguió observando a su visitante-

Antoine Blanchard.

-Oh-dijo el doctor-. Ahora recuerdo el nombre. Usted es el esposo de la mujer que

murió. Pero no sé qué hace aquí. Hice lo que pude.

-No hizo lo que pudo. Lo que hizo, lo hizo mal. Muy mal-miró a Menard, flaco,

inmóvil-. Parecía sobrar en el gran sillón en que estaba sentado-He venido a pedirle

explicaciones. Supongo que podrá dármelas.

-¿Y qué quiere que le diga?

Blanchard no dejaba de mirarlo, y Menard se puso muy nervioso; se sentó muy

incómodo, aunque sin dejar de observar al hombre con despierta curiosidad.

-¿Qué quiere de mí?

-¿Qué pasó?...-hablaba como un campesino-¿Qué salió mal?...

-Tuvo un paro cardíaco repentino…-observó al visitante, con los ojos entrecerrados e

inexpresivos-. Sí, ya recuerdo. Su esposa estaba respondiendo bien a la cirugía. De

pronto…

-No me mienta-dijo Blanchard.

-¿Cómo?-se miraron.

El visitante habló con voz lenta, uniforme, clara, observando todo el tiempo a Menard

con rostro impasible.

-Soy pobre. Supongo que eso lo sabrá. Algo recordará. Gasté hasta el último centavo de

mis ahorros, para salvar a mi mujer. ¿Se acuerda de algo? Ella era lo último que me

quedaba en esta vida.

-¿Sí?-dijo Menard-. Se puso nervioso y comenzó a hacerse hacia atrás en el sillón,

mientras observaba la cara cetrina del hombre sentado frente a él. El visitante hablaba,

sin apuro, sin ganas.

-No se haga el tonto.

-¿Eh?-dijo Menard.

-Usted sabe que puede ir a la cárcel.

-¿Eh?

-No lo amenazo. Se lo digo, simplemente. No soy el único.

-Eso no lo dudo-señaló Menard-Ahora empiezo a acordarme más de usted…

Se miraron. Ninguno de los dos dijo nada. No pronunciaron las palabras. Fue Menard el

que apartó la vista.

-Era una muy buena mujer-dijo Blanchard, con su voz inexpresiva, lenta-Tan buena

como mi madre.

Menard se puso de pie. Se paró detrás del escritorio. Era un hombre alto, más alto que el

otro.

-¿Qué quiere? ¿Sacarme dinero?

-Podría ser.

-Buenos días, señor-dijo Menard.

Blanchard no se movió.

-¿Qué pasa? ¿Tiene miedo?

-Buenos días, señor.

El visitante se quedó un tiempo inmóvil. Musitó algo, como si estuviera masticando.

Luego, se paró y se fue sin decir nada.

-Vino para extorsionarme. ¿Pero qué se cree? No soy perfecto…


                                                              II


Cuando el doctor Menard salía del consultorio, se detenía en la puerta de calle y, si era

invierno, se envolvía el cuello con su bufanda de lana, se abotonaba el abrigo y se iba a

su casa. Desandaba el camino, disfrutando la escena: las lámparas globulares que se

curvaban hacia abajo y parecían jugar con las sombras; los edificios, las señales, el

ruido.

Tenía cuarenta años. Era soltero. Vivía con su madre, una inválida de ochenta años.

Era hijo único. Su padre había muerto en un accidente automovilístico. Siempre lo

torturaba con su exigencia y disciplina. Había que reconocer que era un gran médico.

Había heredado los pacientes de su padre. Sus relaciones con los pacientes apenas

podían llamarse normales. Los sufrimientos que tenían eran múltiples. Vivían en lugares

miserables, donde pasaban la hora charlando de las necesidades insatisfechas. Menard,

con el rostro impávido, recordaba su residencia en un hospital de base cuando la

mayoría de los pacientes morían.


                                                              III


Cuando usaba su automóvil, iba a gran velocidad, atravesaba el tránsito y tomaba una

avenida donde el aglomerado de coches se deshacía en dos veloces líneas paralelas. Así

se desprendía de su ansiedad. El sudor se evaporaba; sentía el cuerpo firme, como si el

movimiento le diera seguridad. Entonces comenzaba a mirar alrededor y hacia delante,

nombrando las calles. Aminoraba la marcha al pasar por una calle que no tenía nombre,

en mitad de la cual había negros e italianos trabajando con picos y palas. Y decía: “Dios

mío”.


                                                                IV


El cuarto era un dormitorio, un cuarto grande atestado de muebles. Una mujer vieja

estaba reclinada en un sillón junto al fuego, envuelta en mantas. Menard se sentó en una

silla recta a su lado, se inclinó hacia delante y empezó a hablar.

-Era la segunda vez que lo veía, y me pidió explicaciones de por qué había muerto su

mujer.

-¿Es de aquí?-dijo la mujer.

-Sí. Es dueño de un almacén. Es muy pobre.

-¿Y qué pasó?

-Quiere sacarme dinero.

-Me refiero a por qué murió la mujer.

-Todo venía normal en la cirugía. De pronto, tuvo un paro cardíaco y no pudimos

salvarla.

-¿Cometiste algún error?

-¿Crees…? ¡Dios mío! No entiendes esto-la miró con una cara tensa, demacrada-¿Qué

estás pensando?

-Nada-dijo la mujer. Tenía los ojos cerrados y la cabeza recostada.


                                                                  V


Dos meses después, cuando el doctor Menard salió del ascensor en su piso, vio la silueta

de un hombre recostada contra las ventanas más luminosas del extremo del corredor.

Una silueta  robusta, con un traje arrugado. Juntos entraron en el consultorio y volvieron

a enfrentarse en ese desordenado escritorio de por medio.

-Usted falló, doctor. Podía salvarla y se le fue de las manos. Total, no se preocupa

porque nosotros somos de la clase que no cuenta-mientras hablaba miraba a Menard, a

ese rostro delgado, impredecible, que lo miraba con ojos apagados desde el otro lado del

escritorio-Usted debe ir a la cárcel, doctor Menard.

-Si no le doy dinero, usted me denuncia.

-Depende de cuánto estemos hablando.

-Sí-dijo Menard-. Nosotros, los pobres médicos, tan tontos. Pero no somos más que

hombres con un título universitario. En un tiempo yo estaba engañado. Pero un hombre

no puede engañarse siempre. ¿Qué debo hacer?

                                                       
                                                          
                                                               VI


La casa de Blanchard estaba sobre un lugar alejado de la ciudad. Tenía un estilo rústico.

Era una casa chica. Cuando llegó Menard, Antoine le abrió la puerta. No se dieron la

mano. El lugar era terrible, opulento, oprimente, frío.

Del bolsillo interior Menard sacó un paquete.

-Tengo aquí todo este dinero-lo puso sobre la mesa.

Blanchard no se había movido. Seguía inmóvil, de pie. Durante un rato largo se quedó

quieto. Su rostro estaba tenso, incierto.

Menard se movió, en dirección a la puerta, con aire vago, como si de repente

descubriera que se estaba moviendo. Blanchard dijo:

-Oiga, doctor…

Menard giró el cuerpo con un movimiento instintivo. Observó con espanto el arma que

apuntaba a su cuerpo. Abrió la boca con un grito ahogado. Blanchard disparó tres veces

sobre el corazón del médico.

                                                   Maximiliano Reimondi



                                                     






                                            

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