OBSERVACIONES EN UN VELORIO
Nunca más iré a un
velorio. Lo que viví allí fue injusto e imperdonable.
Apenas llegué, vi a la
madre del pobre Rolando que gritaba y aullaba como un ternero degollado. Todos
los presentes tenían los ojos cerrados como sufriendo un sopor eterno, sumidos
en una incandescencia inevitable. En otra habitación, el padre del occiso
discutía con su hija menor de una manera salvaje.
¡Qué cuadro tétrico, por
Dios! ¡Qué carencia de ética ante algo tan doloroso! ¡Qué ignorancia de lo que
es la verdadera educación y respeto!
Luego de unos minutos de
silencio, se produjo una batahola entre todos los presentes que hasta yo la
ligué. Si hasta hoy me duelen las piñas recibidas.
Mientras tanto,
Andresito, el hermano menor de Rolando, daba puñetazos al cajón y la abuela
puteaba a la nuera de una forma brutal. Como pude me acerqué al cadáver y me
horroricé al ver su cara blanca como la leche, tan pasiva y con un gesto de
placer como si ya estuviera en el Paraíso Terrenal. No sé por qué yo le hablaba
pero creía que me estaba escuchando atentamente. Estaba tan shockeado que creí
observar una pequeña sonrisa en su rostro tumefacto. Alcancé a tocar su cara y
mis dedos dieron cuenta de una superficie fría como la porcelana.
La atmósfera del lugar
era un oprobio. Cerré mis ojos y permití llevarme por un mundo de lágrimas que
chorrearon todo mi sector.
Fue, en ese momento, que
tuve que salir corriendo por tirar el cajón al piso. Mientras tanto, me
preguntaba a mí mismo: “¿Cómo será concientizarse de perdurar en la eternidad
con la resignación satisfecha?
Maximiliano Reimondi
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