martes, 16 de julio de 2013

Ernesto Schoo: ayer murió el decano del periodismo cultural



 Por Hugo Beccacece  | Para LA NACION


Fue el periodista cultural argentino más importante del último medio siglo y no son pocos los colegas de generaciones posteriores que se consideran sus discípulos y lo tuvieron como ejemplo. En verdad, Ernesto Schoo, que murió ayer, en Buenos Aires, a los 87 años, tenía una vocación literaria y se definía como "un escritor que hace periodismo". Las horas que consagró a trabajar en las redacciones le robaron tiempo para desplegar una obra narrativa y ensayística más vasta, pero sus reseñas, sus crónicas y sus retratos de personajes fueron escritos con la técnica de un narrador. De hecho, aconsejaba a los principiantes que "contaran las noticias como un cuento".
Había nacido en Buenos Aires el 12 de octubre de 1925. Era descendiente de irlandeses y gallegos, pero se decía criollo "como el mate". Uno de sus antepasados era el general Roca, con el que en los últimos años, cuando se dejó crecer barba y bigotes, tenía un notable parecido. Estudió en la Escuela Argentina Modelo y después se anotó, sin ninguna inclinación, en la Facultad de Derecho; al poco tiempo, pasó a Filosofía y Letras, donde el griego le producía un sopor irreprimible. Se alejó pronto de los estudios universitarios. Por esa época, mediados de la década de 1940, trabajaba como auxiliar en la Aduana, pero lo que le interesaba era el arte y la literatura: estaba al tanto de todo lo que había en cine, teatro y pintura. Uno de sus compañeros de secundario, Daniel Alberto Dessein, convertido en editor del suplemento cultural de La Gaceta de Tucumán, le propuso en 1948 que comentara libros para ese diario. Así se inició en el periodismo y comenzó a tejer relaciones con los grandes escritores de la época dorada de la literatura nacional. En 1956 ganó un premio auspiciado por Esso y la SADE con el cuento "En la isla". Los jurados eran Jorge Luis Borges y Manuel Mujica Lainez.
Éste, posteriormente, lo presentó en LA NACION para que lo reemplazara como crítico de artes plásticas durante un largo viaje. Después pasó a la sección Espectáculos, donde cubría cine y teatro junto a Tomás Eloy Martínez. Los dos, apasionados por los directores europeos (eran los años de la nouvelle vague , de Ingmar Bergman y del cine italiano de Fellini, Visconti y Antonioni), imprimieron una dinámica y un enfoque inéditos a la información cinematográfica. En 1961, Schoo entró en Vea y Lea y, de 1962 a 1969, fue el jefe de Arte y Espectáculos de Primera Plana. Desde allí, ejerció una enorme influencia sobre las tendencias y el gusto de los lectores. La revista decidía el éxito o el fracaso de cualquier hecho de cultura. Cuando Primera Plana fue clausurada, en 1969, Schoo pasó a Panorama, y más tarde, de 1975 a 1977, a La Opinión. A partir de entonces integró numerosas redacciones en las que siempre se ocupaba de temas culturales.
Sólo en una oportunidad fue funcionario. De 1996 a 1998, se desempeñó como director general del Teatro General San Martín. A pesar de su amor por la creación teatral, o quizá precisamente por eso, renunció al cargo, abrumado por los laberintos de la burocracia.
A mediados de la década de 1990, Schoo volvió a LA NACION como columnista de Espectáculos, colaborador del suplemento Cultura y crítico teatral. Su columna sobre teatro salió publicada por última vez el 12 de junio, y nunca dejó de escribirla durante su convalecencia. Sus notas eran ejemplares. Conservaba la frescura de la mirada, el olfato para la calidad y su juicio, enriquecido por más de sesenta años de profesión, había ganado en equilibrio y en perspectiva histórica. Esa combinación hacía de él un referente indiscutible. Era uno de los pocos críticos que podían escribir sobre los distintos aspectos de una puesta escénica porque los había estudiado y practicado (hasta había sido actor en la juventud, dirigido por Héctor Bianciotti). En cine, fue guionista de la película De la misteriosa Buenos Aires (1981) y Cuatro caras para Victoria (1982), de Oscar Barney Finn, sobre cuentos de Manuel Mujica Lainez, y adaptó para la televisión los relatos "El dominó amarillo" y "El coleccionista", del mismo autor.
Como novelista, Schoo se inició tardíamente con Función de gala (1976), en la que el humor camp llega a adquirir un carácter siniestro. Dos años más tarde, apareció El baile de los guerreros, que parte de una idea muy original: el matrimonio Guerrero celebra sus bodas de oro en 1896 con un baile al que los invitados deberán ir vestidos como en 1846, cuando la pareja contrajo casamiento. Eso significa que la concurrencia, para ser fiel a la historia, tiene que llevar la divisa unitaria o la punzó. Por supuesto, pasa lo que sigue pasando en la Argentina: los dos bandos se enfrentan de un modo grotesco y dramático porque no pueden superar el pasado.
En 1988, aparecieron dos títulos de Schoo: la novela El placer desbocado y los cuentos de Coche negro, caballo blanco (Primer Premio Municipal). Ese mismo año, Schoo ganó la beca Guggenheim. Al año siguiente, se editó Ciudad sin noche, una novela satírica y erótica sobre samuráis. Los libros siguientes fueron Pasiones recobradas (1997), que reúne una serie de retratos de escritores y artistas, y Cuadernos de la sombra (2001), sus memorias de infancia.

En los últimos años, obtuvo numerosos reconocimientos: el gobierno francés lo convirtió en Chevalier des Arts et des Lettres, obtuvo el Premio Konex de Platino e ingresó en la Academia Nacional de Periodismo. Su libro postrero, Mi Buenos Aires querido, reúne una colección de viñetas sobre la ciudad que él amó con una rara intensidad. Por sus calles caminaba, incansable, descubriendo y admirando edificios de los que revelaba la imprevista nobleza. Asociaba las torres de inspiración neogótica, las molduras y los atlantes de la Avenida de Mayo a lo que había visto y admirado en ciudades remotas. Con las palabras tendía puentes en el espacio y en el tiempo que iban del Río de la Plata a Europa. Su prosa de límpida sintaxis siempre tenía la entonación y el ritmo perfectos. La habitaban una honda sensualidad y el sentido del humor. En la mejor tradición criolla, sus brazos y sus ojos estaban abiertos al mundo..

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