miércoles, 18 de febrero de 2015

                                                                    BAJO AGUA



 Durante su infancia, a Luisito siempre se le inundaba su casa y todo el barrio. Era por allá en la década del ´30 que subía la cuenca del río Paraná y no se salvaba ni el techo. Todo quedaba bajo agua y predominaba el barro y la mierda.
Era impresionante como cada familia trataba de salvar lo poco que tenía. Pero aquella inundación de 1935 fue totalmente trágica. Desfilaban las canoas como una bicicleteada. Todo parecía ser un émulo de Venecia. Hasta los pendejos jugaban a pescar mojarritas. La puta, si Luisito aprendió a nadar en la calle porque la pileta era para la aristocracia que podía pagar una cuota alta en un club concheto. El jugaba con todo lo que la naturaleza le ofrecía. Por ejemplo, agarraba el barro y lo usaba para armar montañas y poder jugar con los pocos autitos de colección.
En verano, todos tenían el agua asegurada porque cuando la cortaban desde la Municipalidad, iban a la calle y con los baldes y juntaban toda la que querían, con la bosta incluida. Eso sí, cuando caminaban en el agua, debían recurrir a sus recursos de adivinos para no caerse en alguno de los pozos que podían tragarlos para siempre. Y todo eso era lo habitual en la increíble infancia del pibe.
Eran nueve hermanos. Así, con sus diez años se las podía arreglar con su botecito pequeño y hacer las compras. Hasta don Alfredo se dio cuenta del gran negocio y por dos billetes grandes, alquilaba esas lanchitas modernas para ir al pueblo más cercano.
Las casas eran tan pobres que el techo era de una chapa muy fina. Era terrible cuando llovía fuerte o el invierno castigaba con esos grados bajo cero. El asunto fue cuando Ricardito, uno de los hermanos menores, fue tragado por un pozo y no se pudo hacer nada. Claro, el pibe estaba corriendo carreras con un amiguito y apenas sabía manejar esas lanchitas. No se pudo hacer nada cuando esa mierda se dio vuelta y el agua no perdonó y le pasó la factura.
Cinco años tenía Ricardo. La madre lo fajó de lo lindo a Luis, en medio del dolor y la impotencia, porque según ella, él era el responsable de cuidarlo cuando ella trabajaba en la mercería de su suegra. Lo anormal era si las necesidades básicas podían ser satisfechas. El pibe siempre sufrió como un esclavo. La vieja era una puta que cogía con cualquiera, aunque fuera por unos pocos mangos para comprar algunos gramos de cocaína. Sufría como un condenado cada vez que su madre traía a un tipo para tirarse un polvo y un saque. Toda esa ceremonia traía un sinnúmero de algunas orgías de varios tipos y lesbianas pervertidos.
Cuando llegaba la navidad, los parroquianos del barrio convertían todo en una “fiesta”, pese a todo. Se dejaba de lado la tristeza, el dolor, las cuentas por pagar, reclamos, conflictos, compromisos y demás minucias. Todos festejaban al compás de la música y las anécdotas de lo que llevaban perdido por la altura del volumen del agua. Podía ser un guión bárbaro para una obra genial de Shakespeare.
Es así que Nancy  seducía a dos o tres hombres a la vez y les cobraba una suma exagerada para pasar unas horas de pasión y lujuria disimuladas. Sus hijos estaban siempre descalzos y vestidos con un miserable chiripá. El pendejo se daba cuenta de todo. Se sentía un auténtico infeliz. Para colmo, las viejas del barrio lo cargoseaban y trataban de consolarlo de una forma propia de dementes. Él sabía perfectamente que no lo querían ni los perros. Sólo el Cholo, mozo de un bar cercano, le regalaba tazas de chocolate bien calientes con vainillas. Lo hacía sólo por compasión. También se las rebuscaba para conseguir un cacho de pan para matar el hambre que lo comía a él. En invierno, el mocoso se sorbía los mocos porque no tenía ni idea de lo que era un pañuelo. Se la pasaba llevando baldes repletos de hielo con agua, husmeando en los tachos de basura y juntando latitas para canjearlas por algo de morfi. A pesar de toda esa vida de pesadilla, el nene no perdía la alegría y la simpatía y le encantaba escuchar los tangos cantados por Carlos Gardel.
Pero un día, la turra de la madre, en un estado deplorable, drogadísima y muy alcoholizada, lo fajó terriblemente al pobre Luisito. En ese estado, la hija de puta disfrutaba torturándolo con esas palizas. Al pibe le quedaba la jeta desfigurada. Casi siempre lo golpeaba para sacar el odio, la impotencia y el resentimiento que la habían marcado durante toda su vida. Un día jueves, luego de sufrir tanto y con la cabeza llena de sangre, el pibe corrió hasta la laguna y se tiró de cabeza al agua. Estaba tan mal y depresivo que apenas podía mover los brazos en esa agua helada. Ya estaba exhausto de todo. Se hundía y hundía cada vez más en ese escenario desolado y tétrico. El aire se le terminaba poco a poco. Sí, deseaba suicidarse para escapar de esa vida que le retorcía el cerebro. Pero el viejo que alquilaba las lanchitas lo vio y salio de forma desesperada para salvarlo. Su lancha iba a toda velocidad, en forma endemoniada.
La garganta se le iba cerrando de a poco a Luisito. La vista se le nublaba cada vez más como esas nieblas que van invadiendo todo. El agua estaba contaminada, despedía un olor nauseabundo. Pero eso era lo de menos porque él ya estaba acostumbrado. De pronto, apenas pudo divisar la cara del hombre que expresaba, en su rostro, un terror descomunal. Este no entendía nada por qué, el desgraciado jovencito, había tomado esa trágica decisión. Sabía lo que debía hacer. Se zambulló en ese líquido apestoso pero, al salir a la superficie, el pendejo había desaparecido. Al tantear a su alrededor, rozó una manito y trató de agarrarla. Así lo hizo. Sujetó ese cuerpecito inanimado y lo llevó a la superficie. Aquel viejo, apodado Don Tomasito, de setenta y cinco años, parecía tener un temperamento casi increíble. Lo arrastró hacia la orilla. Sintió que su fuerza decía basta pero quedaba algún resto en lo más hondo de su interior. Al llegar, el pibe lucía el rostro morado y apenas podía respirar.
El anciano le practicó los ejercicios de reanimación y respiración boca a boca pero ese menudo y frágil cuerpo no respondía bajo ningún aspecto. Fueron inútiles los gritos desaforados del viejo pidiendo auxilio. Ni cuenta se dio de los minutos que pasaron pero todos los putos vecinos no le dieron nada de bola.
Volvió a observar ese cuerpecito inerte y la vida se iba esfumando por todos los poros de la piel del desgraciado. Desafortunadamente, ya era demasiado tarde… 

                                                                                       Maximiliano Reimondi



                                                                                       


                                                                                          







                                                  
                                               



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