BAJO AGUA
Durante su infancia, a Luisito siempre se le inundaba su casa y todo el
barrio. Era por allá en la década del ´30 que subía la cuenca del río Paraná y
no se salvaba ni el techo. Todo quedaba bajo agua y predominaba el barro y la
mierda.
Era impresionante como cada familia trataba de salvar lo poco que tenía.
Pero aquella inundación de 1935 fue totalmente trágica. Desfilaban las canoas
como una bicicleteada. Todo parecía ser un émulo de Venecia. Hasta los pendejos
jugaban a pescar mojarritas. La puta, si Luisito aprendió a nadar en la calle
porque la pileta era para la aristocracia que podía pagar una cuota alta en un
club concheto. El jugaba con todo lo que la naturaleza le ofrecía. Por ejemplo,
agarraba el barro y lo usaba para armar montañas y poder jugar con los pocos
autitos de colección.
En verano, todos tenían el agua asegurada porque cuando la cortaban desde
la Municipalidad, iban a la calle y con los baldes y juntaban toda la que querían,
con la bosta incluida. Eso sí, cuando caminaban en el agua, debían recurrir a
sus recursos de adivinos para no caerse en alguno de los pozos que podían
tragarlos para siempre. Y todo eso era lo habitual en la increíble infancia del
pibe.
Eran nueve hermanos. Así, con sus diez años se las podía arreglar con su
botecito pequeño y hacer las compras. Hasta don Alfredo se dio cuenta del gran
negocio y por dos billetes grandes, alquilaba esas lanchitas modernas para ir
al pueblo más cercano.
Las casas eran tan pobres que el techo era de una chapa muy fina. Era
terrible cuando llovía fuerte o el invierno castigaba con esos grados bajo
cero. El asunto fue cuando Ricardito, uno de los hermanos menores, fue tragado
por un pozo y no se pudo hacer nada. Claro, el pibe estaba corriendo carreras
con un amiguito y apenas sabía manejar esas lanchitas. No se pudo hacer nada
cuando esa mierda se dio vuelta y el agua no perdonó y le pasó la factura.
Cinco años tenía Ricardo. La madre lo fajó de lo lindo a Luis, en medio del
dolor y la impotencia, porque según ella, él era el responsable de cuidarlo
cuando ella trabajaba en la mercería de su suegra. Lo anormal era si las
necesidades básicas podían ser satisfechas. El pibe siempre sufrió como un
esclavo. La vieja era una puta que cogía con cualquiera, aunque fuera por unos
pocos mangos para comprar algunos gramos de cocaína. Sufría como un condenado
cada vez que su madre traía a un tipo para tirarse un polvo y un saque. Toda
esa ceremonia traía un sinnúmero de algunas orgías de varios tipos y lesbianas
pervertidos.
Cuando llegaba la navidad, los parroquianos del barrio convertían todo en
una “fiesta”, pese a todo. Se dejaba de lado la tristeza, el dolor, las cuentas
por pagar, reclamos, conflictos, compromisos y demás minucias. Todos festejaban
al compás de la música y las anécdotas de lo que llevaban perdido por la altura
del volumen del agua. Podía ser un guión bárbaro para una obra genial de
Shakespeare.
Es así que Nancy seducía a dos o
tres hombres a la vez y les cobraba una suma exagerada para pasar unas horas de
pasión y lujuria disimuladas. Sus hijos estaban siempre descalzos y vestidos
con un miserable chiripá. El pendejo se daba cuenta de todo. Se sentía un
auténtico infeliz. Para colmo, las viejas del barrio lo cargoseaban y trataban
de consolarlo de una forma propia de dementes. Él sabía perfectamente que no lo
querían ni los perros. Sólo el Cholo, mozo de un bar cercano, le regalaba tazas
de chocolate bien calientes con vainillas. Lo hacía sólo por compasión. También
se las rebuscaba para conseguir un cacho de pan para matar el hambre que lo
comía a él. En invierno, el mocoso se sorbía los mocos porque no tenía ni idea
de lo que era un pañuelo. Se la pasaba llevando baldes repletos de hielo con
agua, husmeando en los tachos de basura y juntando latitas para canjearlas por
algo de morfi. A pesar de toda esa vida de pesadilla, el nene no perdía la
alegría y la simpatía y le encantaba escuchar los tangos cantados por Carlos
Gardel.
Pero un día, la turra de la madre, en un estado deplorable, drogadísima y
muy alcoholizada, lo fajó terriblemente al pobre Luisito. En ese estado, la
hija de puta disfrutaba torturándolo con esas palizas. Al pibe le quedaba la
jeta desfigurada. Casi siempre lo golpeaba para sacar el odio, la impotencia y
el resentimiento que la habían marcado durante toda su vida. Un día jueves,
luego de sufrir tanto y con la cabeza llena de sangre, el pibe corrió hasta la
laguna y se tiró de cabeza al agua. Estaba tan mal y depresivo que apenas podía
mover los brazos en esa agua helada. Ya estaba exhausto de todo. Se hundía y
hundía cada vez más en ese escenario desolado y tétrico. El aire se le
terminaba poco a poco. Sí, deseaba suicidarse para escapar de esa vida que le
retorcía el cerebro. Pero el viejo que alquilaba las lanchitas lo vio y salio
de forma desesperada para salvarlo. Su lancha iba a toda velocidad, en forma
endemoniada.
La garganta se le iba cerrando de a poco a Luisito. La vista se le nublaba
cada vez más como esas nieblas que van invadiendo todo. El agua estaba
contaminada, despedía un olor nauseabundo. Pero eso era lo de menos porque él
ya estaba acostumbrado. De pronto, apenas pudo divisar la cara del hombre que
expresaba, en su rostro, un terror descomunal. Este no entendía nada por qué,
el desgraciado jovencito, había tomado esa trágica decisión. Sabía lo que debía
hacer. Se zambulló en ese líquido apestoso pero, al salir a la superficie, el
pendejo había desaparecido. Al tantear a su alrededor, rozó una manito y trató
de agarrarla. Así lo hizo. Sujetó ese cuerpecito inanimado y lo llevó a la
superficie. Aquel viejo, apodado Don Tomasito, de setenta y cinco años, parecía
tener un temperamento casi increíble. Lo arrastró hacia la orilla. Sintió que
su fuerza decía basta pero quedaba algún resto en lo más hondo de su interior.
Al llegar, el pibe lucía el rostro morado y apenas podía respirar.
El anciano le practicó los ejercicios de reanimación y respiración boca a
boca pero ese menudo y frágil cuerpo no respondía bajo ningún aspecto. Fueron
inútiles los gritos desaforados del viejo pidiendo auxilio. Ni cuenta se dio de
los minutos que pasaron pero todos los putos vecinos no le dieron nada de bola.
Volvió a observar ese cuerpecito inerte y la vida se iba esfumando por
todos los poros de la piel del desgraciado. Desafortunadamente, ya era
demasiado tarde…
Maximiliano Reimondi
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