Horacio Quiroga
Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, Uruguay, 31 de
diciembre de 1878 – Buenos Aires, Argentina, 19 de febrero de 1937)
Biografía
Horacio Quiroga fue el segundo hijo del matrimonio de
Prudencio Quiroga y Pastora Forteza. En el momento de su nacimiento, su padre
había sido, por dieciocho años, el Vice-Cónsul argentino en Salto. Antes de
cumplir dos meses y medio, el 14 de marzo de 1879 su padre murió al dispararse
accidentalmente con una Barret calibre 50 que llevaba en la mano.
Adolescencia y
formación
Horacio Quiroga a los 19 años, frente a su casa natal en
Salto (Uruguay).Hizo sus estudios en Montevideo, capital de Uruguay hasta
terminar el colegio secundario. Estos estudios incluyeron formación técnica
(Instituto Politécnico de Montevideo) y general (Colegio Nacional), y ya desde
muy joven demostró un enorme interés por la literatura, la química, la
fotografía, la mecánica, el ciclismo y la vida de campo. A esa temprana edad
fundó la Sociedad de Ciclismo de Salto y viajó en bicicleta desde Salto hasta
Paysandú (120 km ).
En esta época pasaba larguísimas horas en un taller de
reparación de maquinarias y herramientas. Por influencia del hijo del dueño
empezó a interesarse por la filosofía. Se autodefiniría como «franco y
vehemente soldado del materialismo filosófico».
Simultáneamente también trabajaba, estudiaba y colaboraba
con las publicaciones La Revista y La Reforma. Poco a poco, fue puliendo su
estilo y haciéndose conocido. Aún se conserva su primer cuaderno de poesías,
que contiene 22 poemas de distintos estilos, escritos entre 1894 y 1897.
Durante el carnaval de 1898, el joven poeta conoció a su
primer amor, una niña llamada María Esther Jurkovski, que inspiraría dos de sus
obras más importantes: Las sacrificadas (1920) y Una estación de amor. Pero los
desencuentros provocados por los padres de la joven —que reprobaban la
relación, debido al origen no judío de Quiroga— precipitaron la separación
definitiva.
París
En 1897 fundó la Revista de Salto. Después del suicidio de
su padrastro, que presenció, Horacio decidió invertir la herencia recibida en
un viaje a París. Estuvo —contando el tiempo de viaje— cuatro meses ausente.
Sin embargo, las cosas no salieron como había planeado: el mismo joven
orgulloso que había partido de Montevideo en primera clase, regresó en tercera,
andrajoso, hambriento y con una larga barba negra que ya no se quitaría nunca
más. Resumió sus recuerdos de esta experiencia en Diario de viaje a París
(1900).
El Consistorio del
Gay Saber y primeros libros
Al volver a su país, Quiroga reunió a sus amigos Federico
Ferrando, Alberto Brignole, Julio Jaureche, Fernández Saldaña, José Hasda y
Asdrúbal Delgado, y fundó con ellos el «Consistorio del Gay Saber», una especie
de laboratorio literario experimental donde todos ellos probarían nuevas formas
de expresarse y preconizarían los objetivos modernistas. Pese a su corta
existencia, el Consistorio presidió la vida literaria de Montevideo y las
polémicas con el grupo de Julio Herrera y Reissig.
La alegría que le provocó la aparición de su primer libro
(Los arrecifes de coral, poemas, cuentos y prosa lírica, publicado en Buenos
Aires en 1901, dedicado a Lugones) se vio trágicamente opacada —una vez más—
por las muertes de dos de sus hermanos, Prudencio y Pastora, víctimas de la
fiebre tifoidea en el Chaco.
El funesto año de 1901 guardaba aún otra espantosa sorpresa
para el escritor: su amigo Federico Ferrando, que había recibido malas críticas
del periodista montevideano Germán Papini Zas, comunicó a Quiroga que deseaba
batirse a duelo con aquél. Horacio, preocupado por la seguridad de Ferrando, se
ofreció a revisar y limpiar el revólver que iba a ser utilizado en la disputa.
Inesperadamente, mientras inspeccionaba el arma, se le escapó un tiro que
impactó en la boca de Federico, matándolo instantáneamente. Llegada al lugar la
policía, Quiroga fue detenido, sometido a interrogatorio y posteriormente
trasladado a una cárcel correccional. Al comprobarse la naturaleza accidental y
desafortunada del homicidio, el escritor fue liberado tras cuatro días de
reclusión.
La pena y la culpa por la muerte de su querido compañero
llevaron a Quiroga a disolver el Consistorio y a abandonar el Uruguay para
pasar a la Argentina. Cruzó el Río de la Plata en 1902 y fue a vivir con María,
otra de sus hermanas. En Buenos Aires el artista alcanzaría la madurez
profesional, que llegaría a su punto cúlmine durante sus estancias en la selva.
Además, su cuñado lo inició en la pedagogía, consiguiéndole trabajo bajo
contrato como maestro en las mesas de examen del Colegio Nacional de Buenos
Aires.
Misiones y el Chaco
Designado profesor de castellano en el Colegio Británico de
Buenos Aires en marzo de 1903, Quiroga quiso acompañar, en junio del mismo año
y ya convertido en un fotógrafo experto, a Leopoldo Lugones en una expedición a
Misiones, financiada por el Ministerio de Educación, en la que el insigne poeta
argentino planeaba investigar unas ruinas de las misiones jesuíticas en esa
provincia. La excelencia de Quiroga como fotógrafo hizo que Lugones aceptara
llevarlo, y el uruguayo pudo documentar en imágenes ese viaje de
descubrimiento.
La profunda impresión que le causó la jungla misionera
marcaría su vida para siempre: seis meses después Quiroga invirtió el último
dinero que le quedaba de su herencia (siete mil pesos) en comprar unos campos
algodoneros en el Chaco, ubicados a siete kilómetros de Resistencia, a orillas
del Río Saladito. El proyecto fracasó en el aspecto económico, principalmente
por problemas de Quiroga con sus peones aborígenes, pero la vida de Horacio se
enriqueció al convertirse, por primera vez, en un hombre de campo. Su
narrativa, en consecuencia, se benefició con el profundo conocimiento de la
cultura rural y de sus hombres, en un cambio estilístico que el escritor
mantendría para siempre.
Cuentista
Al regresar a Buenos Aires luego de su fallida experiencia
en el Chaco, Quiroga abrazó la narración breve con pasión y energía. Fue así
que en 1904 publicó el notable libro de relatos El crimen de otro, fuertemente
influido por el estilo de Edgar Allan Poe, que fue reconocido y elogiado, entre
otros, por José Enrique Rodó. Estas primeras comparaciones con el «Maestro de
Boston» no molestaban a Quiroga, que las escucharía con complacencia hasta el
fin de su vida, respondiendo a menudo que Poe era su primer y principal
maestro.
Durante dos años Quiroga trabajó en multitud de cuentos,
muchos de ellos de terror rural, pero otros en forma de deliciosas historias
para niños pobladas de animales que hablan y piensan sin perder las características
naturales de su especie. A esta época pertenecen la novela breve Los
perseguidos (1905), producto de un viaje con Leopoldo Lugones por la selva
misionera, hasta la frontera con Brasil, y su soberbio y horroroso El almohadón
de plumas, publicado en la celebérrima revista argentina Caras y Caretas en
1905, que llegó a publicar ocho cuentos de Quiroga al año. A poco de comenzar a
publicar en ella, Quiroga se convirtió en un colaborador famoso y prestigioso,
cuyos escritos eran buscados ávidamente por miles de lectores.
El amor y la selva
Reconstrucción exacta de la primera casa de Quiroga en San
Ignacio. La original fue destruida por los aborígenes.En 1906 Quiroga decidió
volver a su amada selva. Aprovechando las facilidades que el gobierno ofrecía
para la explotación de las tierras, compró una chacra (junto con Vicente
Gozalbo) de 185
hectáreas en la provincia de Misiones, sobre la orilla
del Alto Paraná, y comenzó a hacer los preparativos destinados a vivir allí,
mientras enseñaba Castellano y Literatura.
Durante las vacaciones de 1908, el literato se trasladó a su
nueva propiedad, construyó las primeras instalaciones y comenzó a edificar el
bungalow donde se establecería.
Enamorado de una de sus alumnas —la adolescente Ana María
Cires—, le dedicó su primera novela, titulada Historia de un amor turbio.
Quiroga insistió en la relación frente a la oposición de los padres de la
alumna obteniendo por fin el permiso para casarse y llevarla a vivir a la selva
con él. Los suegros de Quiroga, preocupados por los riesgos de la vida salvaje,
siguieron al matrimonio y se trasladaron a Misiones con su hija y yerno. Así,
pues, el padre de Ana María, su madre y una amiga de esta, se instalaron en una
casa cercana a la vivienda del matrimonio Quiroga.
En 1911 Ana María dio a luz a su primera hija, Eglé Quiroga,
en su casa de la selva. Durante ese mismo año, el escritor comenzó la
explotación de sus yerbatales en sociedad con su amigo uruguayo Vicente Gozalbo
y, al mismo tiempo, fue nombrado Juez de Paz (funcionario encargado de mediar
en disputas menores entre ciudadanos privados y celebrar matrimonios, emitir
certificados de defunción, etc.) en el Registro Civil de San Ignacio. Las
tareas de Quiroga como funcionario merecen mención aparte: olvidadizo,
desorganizado y descuidado, tomó la costumbre de anotar las muertes,
casamientos y nacimientos en pequeños trozos de papel a los que «archivaba» en
una lata de galletas. Más tarde adjudicaría conductas similares al personaje de
uno de sus cuentos.
Al año siguiente nació su hijo menor, Darío. En cuanto los
niños aprendieron a caminar, Quiroga decidió ocuparse personalmente de su
educación. Severo y dictatorial, exigía que cada pequeño detalle estuviese
hecho según sus exigencias. Desde muy pequeños, los acostumbró al monte y a la
selva, exponiéndolos a menudo —midiendo siempre los riesgos— al peligro, para
que fueran capaces de desenvolverse solos y de salir de cualquier situación.
Fue capaz de dejarlos solos en la jungla por la noche o de obligarlos a
sentarse al borde de un alto acantilado con las piernas colgando en el vacío.
Industrias rurales y
tragedia
Entre 1912 y 1915 el escritor, que ya tenía experiencia como
algodonero y yerbatero, emprendió una denodada búsqueda de salidas económicas
mediante la explotación de los recursos naturales de sus tierras. Destiló
naranjas, fabricó carbón, elaboró resinas y muchas otras actividades similares,
pero sólo cosechó fracasos monetarios.
Mientras tanto, criaba ganado, domesticaba animales
salvajes, cazaba y pescaba con profusión. La literatura siguió siendo, en esta
etapa, el norte de su vida: la revista Fray Mocho de Buenos Aires publicó
numerosos cuentos de Quiroga, muchos de ellos ambientados en la selva y
poblados de personajes tan naturalistas que parecen reales.
Pero la esposa de Quiroga no estaba contenta: no lograba
adaptarse a la vida selvática y pedía a su esposo, una y otra vez, que
regresaran a Buenos Aires o, si él quería quedarse, que le permitiera volver
sola. Ante la cerrada negativa del literato a ambas posibilidades, e inmersa en
una gravísima crisis depresiva, Ana María sumó una nueva tragedia en la vida de
Quiroga, suicidándose con veneno en 1915 después de una violenta pelea con el
escritor. Sufrió una espantosa agonía de ocho días, muriendo luego entre horribles
sufrimientos y dejando a Horacio y a los niños sumidos en la más oscura
desesperación.
Buenos Aires
Tras el suicidio de su esposa, Quiroga se trasladó con sus
hijos a Buenos Aires, donde recibió un cargo de Secretario Contador en el
Consulado General uruguayo en esa ciudad, tras arduas gestiones de unos amigos
orientales que deseaban ayudarlo.
A lo largo del año 1917 habitó con los niños en un sótano de
la avenida Canning (hoy Raúl Scalabrini Ortiz) 164, alternando sus labores
diplomáticas con la instalación de un taller en su vivienda y el trabajo en
muchos relatos que iban siendo publicados en prestigiosas revistas como las ya
mencionadas, «P.B.T.» y «Pulgarcito». La mayoría de ellos fueron recopilados
por Quiroga en varios libros, el primero de los cuales fue Cuentos de amor de
locura y de muerte (1917) (por decisión expresa del autor, el título no lleva
coma). La redacción del libro le había sido solicitada por el escritor Manuel
Gálvez, responsable de Cooperativa Editorial de Buenos Aires, y el volumen se
convirtió de inmediato en un enorme éxito de público y de crítica, consolidando
a Quiroga como el verdadero maestro latinoamericano del relato breve.
Al año siguiente se estableció en un pequeño departamento de
la calle Agüero, al tiempo que apareció su celebrado Cuentos de la selva,
colección de relatos infantiles protagonizados por animales y ambientados en la
selva misionera. Quiroga dedicó este libro a sus hijos, que lo acompañaron
durante ese período de pobreza en el húmedo sótano de dos pequeñas habitaciones
y cocina-comedor.
Con dos importantes ascensos en el escalafón consular
(primero a cónsul de distrito de segunda clase y luego a cónsul adscrito) llegó
también su nuevo libro de cuentos, El salvaje (1919). Al año siguiente,
siguiendo la idea del Consistorio, fundó Quiroga la Agrupación Anaconda, un
grupo de intelectuales que realizaba actividades culturales en Argentina y
Uruguay. Su única obra teatral (Las Sacrificadas) se publicó en 1920 y se
estrenó en 1921, año en que salía a la venta Anaconda y otros cuentos, otro
libro de cuentos. El importantísimo diario argentino La Nación comenzó también
a publicar sus relatos, que a estas alturas gozaban ya de una impresionante
popularidad. Colaboró también en La Novela Semanal. Entre 1922 y 1924, Quiroga
participó como secretario de una embajada cultural a Brasil (cuya Academia de
Letras lo distinguió especialmente) y, de regreso, vio publicado su nuevo
libro: El desierto (cuentos).
Por mucho tiempo el escritor se dedicó a la crítica
cinematográfica, teniendo a su cargo la sección correspondiente de la revista
Atlántida, El Hogar y La Nación. También escribió el guión para un largometraje
(«La jangada florida») que jamás llegó a filmarse. Poco tiempo después, fue
invitado a formar una Escuela de Cinematografía. El proyecto, financiado por
inversionistas rusos y que contaría con la inclusión de Arturo S. Mom,
Gerchunoff y otros, no prosperó.
Nuevos amores
Quiroga con su segunda esposa en Misiones (1932).Poco
después, Horacio regresó a Misiones. Nuevamente enamorado, esta vez era de una
joven de 17 años, Ana María Palacio, intentó convencer a los padres de que la
dejasen ir a vivir con él a la selva. La negativa de éstos y el consiguiente
fracaso amoroso inspiró el tema de su segunda novela, Pasado amor, publicada en
1929. En ella narra, como componentes autobiográficos de la trama, las mil
estratagemas que debió practicar para conseguir acceso a la muchacha: arrojando
mensajes por la ventana dentro de una rama ahuecada, enviándole cartas escritas
en clave e intentando cavar un largo túnel hasta su habitación para
secuestrarla. Finalmente, cansados ya del pretendiente, los padres de la joven
la llevaron lejos y Quiroga se vio obligado a renunciar a su amor.
En una parte de su vivienda, Horacio instaló un taller en el
que comenzó a construir una embarcación a la que bautizaría «Gaviota». En su
casa —ahora convertida en astillero— fue capaz de concluir esta obra y, puesta
ya en el agua, la piloteó río abajo desde San Ignacio hasta Buenos Aires,
realizando con ella numerosas expediciones fluviales.
A principios de 1926 Quiroga volvió a Buenos Aires y alquiló
una quinta en el partido suburbano de Vicente López. En la cúspide misma de su
popularidad, una importante editorial le dedicó un homenaje, del que participaron,
entre otros, figuras literarias como Arturo Capdevila, Baldomero Fernández
Moreno, Benito Lynch, Juana de Ibarbourou, Armando Donoso y Luis Franco.
Amante de la música clásica, Quiroga asistía con frecuencia
a los conciertos de la Asociación Wagneriana, afición que alternó con la
lectura incansable de textos técnicos y manuales sobre mecánica, física y artes
manuales.
Para 1927, Horacio había decidido criar y domesticar
animales salvajes, mientras publicaba su nuevo libro de cuentos, quizá el mejor,
Los desterrados. Pero el enamoradizo artista había fijado ya los ojos en la que
sería su último y definitivo amor: María Elena Bravo, compañera de escuela de
su hija Eglé, que sucumbió a sus reclamos y se casó con él en el curso de ese
mismo año sin haber cumplido 20 años.
Amistades literarias
El taller de Quiroga, con sus herramientas. Además de los ya
mencionados Leopoldo Lugones y José Enrique Rodó, la infatigable labor de
Quiroga en el ámbito literario y cultural le granjeó la amistad y admiración de
grandes e influyentes personalidades. De entre ellos se destacan la poeta
argentina Alfonsina Storni y el escritor e historiador Ezequiel Martínez
Estrada. Quiroga llamaba cariñosamente a este último «mi hermano menor».
En 1929 Quiroga experimentó su único fracaso de ventas: la
ya citada novela Pasado amor, que solo vendió en las librerías la exigua
cantidad de cuarenta ejemplares. A la vez comenzó a tener graves problemas de
pareja.
Otra vez la selva
A partir de 1932 Quiroga se radicó por última vez en
Misiones, en lo que sería su retiro definitivo, con su esposa y su tercera hija
(María Elena, llamada «Pitoca», que había nacido en 1928). Para ello, y no
teniendo otros medios de vida, consiguió que se promulgase un decreto
trasladando su cargo consular a una ciudad cercana. Los celos dominaban a
Quiroga, quien pensó que en medio de la selva podría vivir tranquilo con su
mujer y la hija de su segundo matrimonio.
Pero un avatar político provocó un cambio de gobierno, que
no quiso los servicios del escritor y lo expulsó del consulado. Algunos amigos
de Horacio, como el escritor salteño (de Salto, Uruguay) Enrique Amorim,
tramitaron la jubilación argentina para Quiroga. Comenzando a partir de este
problema, el intercambio epistolar entre Quiroga y Amorím se hizo numeroso. Las
cartas que se conservan demuestran que Horacio hacía partícipe a su confidente
de la mayor parte de sus problemas —casi todos de índole íntima y familiar—,
pidiéndole consejos y ayuda: a la mujer de Quiroga —al igual que su infortunada
antecesora— no le gustaba la vida en el monte y las peleas y violentas
discusiones se volvieron diarias y permanentes.
En esta época de frustración y dolor salió a la venta una
colección de cuentos ya publicados titulada Más allá (1935). A partir de su
interés en las obras de Munthe e Ibsen, Quiroga se decantó por nuevos autores y
estilos, y comenzó a planear su autobiografía.
La enfermedad, el abandono, el final
Reunión de literatos en Buenos Aires, 1928: Horacio Quiroga
(parado, primero de la izquierda), su amigo Leopoldo Lugones (cruzado de brazos),
Baldomero Fernández Moreno (sentado, a la izquierda) y Alberto Gerchunoff
(sentado, al centro).En ese año de 1935 Quiroga comenzó a experimentar molestos
síntomas, aparentemente vinculados con una prostatitis u otra enfermedad
prostática. Las gestiones de sus amigos dieron frutos al año siguiente,
concediéndosele una jubilación. Al intensificarse los dolores y dificultades
para orinar, su esposa logró convencerlo de trasladarse a Posadas, ciudad en la
cual los médicos le diagnosticaron hipertrofia de próstata.
Pero los problemas familiares de Quiroga continuarían: su
esposa e hija lo abandonaron definitivamente, dejándolo —solo y enfermo— en la
selva. Ellas volvieron a Buenos Aires, y el ánimo del escritor decayó
completamente ante esta grave pérdida.
Cuando el estado de la enfermedad prostática hizo que no
pudiese aguantar más, Horacio viajó a Buenos Aires para que los médicos
tratasen sus padecimientos. Internado en el prestigioso Hospital de Clínicas de
Buenos Aires a principios de 1937, una cirugía exploratoria reveló que sufría
de un caso avanzado de cáncer de próstata, intratable e inoperable. María
Elena, entristecida, estuvo a su lado en los últimos momentos, así como gran
parte de su numeroso grupo de amigos.
Al ser internado Quiroga en el Clínicas, se había enterado
de que en los sótanos se encontraba encerrado un monstruo: un desventurado
paciente con espantosas deformidades similares a las del tristemente célebre
inglés Joseph Merrick (el «Hombre Elefante»). Compadecido, Quiroga exigió y
logró que el paciente —llamado Vicente Batistessa— fuera liberado de su
encierro y se lo alojara en la misma habitación donde estaba internado el
escritor. Como era de esperar, Batistessa se hizo amigo y rindió adoración
eterna y un gran agradecimiento al gran cuentista.
Desesperado por los sufrimientos presentes y por venir, y
comprendiendo que su vida había acabado, el soberbio Horacio Quiroga confió a
Batistessa su decisión: se anticiparía al cáncer y abreviaría su dolor, a lo
que el otro se comprometió a ayudarlo. Esa misma madrugada (19 de febrero de
1937) y en presencia de su amigo, Horacio Quiroga bebió un vaso de cianuro que
lo mató pocos minutos después entre espantosos dolores. Su cadáver fue velado
en la Casa del Teatro de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) que lo
contó como fundador y vicepresidente. Tiempo después, sus restos fueron
repatriados a su país natal.
Su obra
Seguidor de la escuela modernista fundada por Rubén Darío y
obsesivo lector de Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, Quiroga se sintió
atraído por temas que abarcaban los aspectos más extraños de la Naturaleza, a
menudo teñidos de horror, enfermedad y sufrimiento para los seres humanos.
Muchos de sus relatos pertenecen a esta corriente, cuya obra más emblemática es
la colección Cuentos de amor de locura y de muerte.
Por otra parte se percibe en Quiroga la influencia del
británico Rudyard Kipling (Libro de las tierras vírgenes), que cristalizaría en
su propio Cuentos de la selva, delicioso ejercicio de fantasía dividido en varios
relatos protagonizados por animales.
Su Decálogo del perfecto cuentista, dedicado a los
escritores noveles, establece ciertas contradicciones con su propia obra.
Mientras que el decálogo pregona un estilo económico y preciso, empleando pocos
adjetivos, redacción natural y llana y claridad en la expresión, en muchas de
sus relatos Quiroga no sigue sus propios preceptos, utilizando un lenguaje
recargado, con abundantes adjetivos y un vocabulario por momentos ostentoso.
Al desarrollarse aún más su particular estilo, Quiroga
evolucionó hacia el retrato realista (casi siempre angustioso y desesperado) de
la salvaje Naturaleza que lo rodeaba en Misiones: la jungla, el río, la fauna,
el clima y el terreno forman el andamiaje y el decorado en que sus personajes
se mueven, padecen y a menudo mueren. Especialmente en sus relatos, Quiroga
describe con arte y humanismo la tragedia que persigue a los miserables obreros
rurales de la región, los peligros y padecimientos a que se ven expuestos y el
modo en que se perpetúa este dolor existencial a las generaciones siguientes.
Trató, además, muchos temas considerados tabú en la sociedad de principios del
siglo XX, revelándose como un escritor arriesgado, desconocedor del miedo y
avanzado en sus ideas y tratamientos. Estas particularidades siguen siendo
evidentes al leer sus textos hoy en día.
Algunos estudiosos de la obra de Quiroga opinan que la
fascinación con la muerte, los accidentes y la enfermedad (que lo relaciona con
Edgar Allan Poe y Baudelaire) se debe a la vida increíblemente trágica que le
tocó en suerte. Sea esto cierto o no, en verdad Horacio Quiroga ha dejado para
la posteridad algunas de las piezas más terribles, brillantes y trascendentales
de la literatura hispanoamericana del siglo XX.
Maximiliano
Reimondi