COSAS RARAS
Esa mañana, Alberto se levantó a la hora de
siempre. A las ocho sonaba el radio-reloj que le había regalado su madre. Tenía
un sonido impecable. Era un tipo de mucha pinta, rubio y de estatura mediana.
Odiaba el trabajo que tenía como secretario del abogado Sebastián Ordóñez.
Siempre tomaba un desayuno frugal consistente en
café con leche, ya que no era partidario de comer algo antes de ir a trabajar.
También, escuchaba la radio para conocer las primeras noticias del día. Hacía
poco que vivía en ese departamento amplio y estaba feliz con su vida de soltero
empedernido y mujeriego.
Tomó el ascensor y al descender a planta baja, el
portero se le acercó y le dijo, casi en voz baja:
—Usted no sabe nada… ¿no?—haciendo un gesto
indisimulable.
Alberto lo miró fijo y se mostró muy sorprendido.
—Entonces, usted no sabe nada… ¿no?—repitió con
gestos casi provocativos y rascándose su cabello canoso.
Alberto hizo una mueca de incertidumbre.
—Pero, ¿de qué no sé nada, hombre? ¿De qué me
habla?
El portero era casi sordo, a pesar de que usaba un
pequeño audífono en su oreja izquierda. No era tan viejo pero tenía un cutis
muy arrugado y una nariz prominente. Uno de los defectos que tenía era que le
gustaba chusmear todo lo que pasaba en el edificio y el barrio.
Pedro miró para todos lados como queriendo
confesar algo peligroso. Estaba como forzado a asumir una valentía casi
celestial, para lograr una catarsis casi imposible.
—Mire…Yo no debería hacer esto. Usted merece mucho
respeto de mi parte, Don Alberto. Por eso, me veo en la necesidad de
confesarle… A pesar de que estoy arriesgando mi trabajo…
—Pero, hermano, escúcheme una cosa. Estoy llegando
tarde al laburo. ¿De qué mierda me está hablando? Déle que no entiendo nada.
—Y…Esteee…
—¡Vamos, hombre! ¡Hable de una vez que me está
preocupando, carajo mierda!
—Bueno pero no se enoje. Está bien. Si usted lo
quiere así. La cuestión es que…
En ese momento, entraba Don José, el vecino de
Alberto. Resultaba molesto el ruido que hacía al caminar con su bastón de
madera descolorida. Con un disimulo muy preciso, Pedro adquirió el don de ser
un actor catedrático, como que la inspiración le salía de la nada. El portero
lanzó una carcajada estrepitosa, bordeando lo grosero y exagerado. Alberto
captó el código al vuelo y le siguió la corriente.
—Claro, Don Alberto, porque un equipo como ese,
necesita un jugador distinto, ¿me entiende?
Don José, un hombre maduro con fama de rasgos
dementes, saludó de una forma hipócrita. El muchacho y el portero devolvieron
el saludo, respetuosamente. Al subir al ascensor, el portero obvió explicar tal
situación forzada a su amigo y, por ende, le guiñó un ojo. Nuevamente se acercó
a Alberto, modulando una voz entrecortada y muy baja.
—Mire, le paso a contar…
Alberto hizo un gran gesto de alivio y dijo:
—Al fin…
—Mire…Hace veintiocho años se inauguraba este
edificio. Una de las primeras familias que lo habitó, tenía el apellido
Campillano. Parecía ser ejemplar. Don Claudio Campillano era un empresario
millonario, intelectual, mujeriego, famoso, hasta le diría que era parecido a
usted. Después de diez años de matrimonio con Doña Esther, ya tenían dos hijos.
El mayor era un varón de ocho años que se llamaba Ignacio. La hija mujer era
Gabriela. Bueno…Todo andaba perfecto en esa familia.
El muchacho tenía la vista fija en la cara del
portero. Parecía ensimismado, atrapado, inmerso en un mundo incomprensible o
una dimensión absurda.
—Resulta que al año y medio de vivir acá. O sea,
el departamento suyo, un día… Un día…—Pedro tragó saliva de una forma grosera y
forzada—. Bien, un día, Don Claudio volvió más temprano de su oficina. Estaba
muy pálido y nervioso. Me acuerdo muy bien que era verano, era. Una calor de
cagarse, vea. Ni siquiera me miró ni me saludó. Parecía un muerto que caminaba.
Abrió la puerta del ascensor, violentamente, y subió puteando. Y bué, fue ahí
que…—El portero comenzó a lagrimear de manera
inexplicable.
Alberto le tocó uno de sus hombros, tratando de
consolarlo pero quería que continuara con el relato. Pedro abrió bien grandes
los ojos.
—Bueno, le sigo contando. Resulta que fue ahí que
entró a su casa enfurecido, dando un portazo descomunal como nunca yo había
escuchado en mi vida, mire. Y, para colmo, encontró a su mujer acostada con uno
de sus mejores amigos. Mire, no le puedo decir la que se armó. No les dio
tiempo nada a esos pobres. Digo pobres porque Don Claudio fue al mueble de la
otra pieza. Entonces, sacó la escopeta que había sido de su padre y los cagó a
tiros. Sí, así como le digo, mire. Me acuerdo perfectamente que hubo una
andanada de balazos que me cagué en las patas y salí gritando a la calle.
Parecía que estaban bombardeando el edificio, estaban. Y bué… Así pasó… ¡Y mire
cuál sería el dolor del tipo que, después de consumado tamaño doble homicidio,
se suicidó ahí nomás! Pienso que fue una cuestión de honor, nomás, fue. También
me acuerdo que uno de los policías declaró a la prensa que nunca había visto un
cuadro tan terrible como ese.
Alberto tenía su cara más blanca que la leche.
Todo eso le provocó náuseas y estaba muy sorprendido y conmocionado ante tamaña
noticia. Apenas pudo musitar:
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿Por qué me cuenta todo eso?
Pedro hizo un gesto adrede. Le dio un palmazo en
el hombro que casi lo tira al suelo.
—Aaaahhhhh… Sí… Porque la cosa no termina acá.
Después de todo lo que pasó, le digo que su departamento está embrujado. Yo
mismo lo pude comprobar.
Alberto quedó tan sorprendido que reaccionó con
una carcajada resonante. No podía creer lo que había escuchado. Se sugestionó
tanto que se desmayó.
Unas horas más tarde, se despertó en el hospital.
Observó que le habían colocado suero. Además, se dio cuenta de que estaba
internado y se sentía mal y muy raro. De pronto, recordó lo que le había
contado Pedro y esbozó una sonrisa. Durante media hora estuvo dando vueltas al
asunto, en su mente. Se dio cuenta de que era por eso que escuchaba esos ruidos extraños y
veía cosas raras, como sombras, en todo el departamento, a la madrugada.
¿Serían los fantasmas de la familia Campillano? Hizo una mueca y se durmió
profundamente. Soñó que Freud lo cagaba a patadas en el culo a él.
Los médicos le aconsejaron que se tomara unos días
de vacaciones porque parecía estar muy estresado. Al otro día, al salir del
hospital, fue al kiosco de diarios y revistas más cercano. Compró una revista
de chimentos, para distraer su mente. Al leer en la tapa que la modelo Pampita
Ardohain había comenzado a escribir poesías, le agarró un ataque de cólera y
terminó comiéndose la revista, con un aderezo de savora que le había pedido
prestada al panchero de la esquina.
A la noche, cuando se iba a dormir, miraba para
todos lados porque le parecía que alguien más estaba en el departamento. Cuando
se acostó y apagó el velador, los ruidos se hicieron más evidentes.
Dos días después, también escuchaba voces que lo
llamaban con aullidos quejosos. No aguantó más, se levantó de la cama, prendió
todas las luces y gritó: “¡A ver, si hay algún
fantasma de porquería que se haga presente, si le da el cuero!”.
Un rayo pareció partir el living y dos espectros
blancos y transparentes, aparecieron de la nada. Alberto no sintió nada de
miedo; al contrario. Estos estaban discutiendo por qué no le habían jugado, a
la cabeza, al treinta y cuatro de la quiniela oficial vespertina. El muchacho
los observaba asombrado. Eran Don Claudio y Doña Esther Campillano. Alberto
estaba muy nervioso, transpirando mucho y con la vena del cuello hinchada a más
no poder; en un momento agonizante. Este traspasaba el límite de la
desesperación y el terror, gritó: “¡Bueno, en primer
lugar, le hubieran jugado al treinta y seis y, en segundo lugar, basta. Basta,
par de imbéciles, ya basta. Porque la basta es la mujer del basto y si tengo el
ancho de basto canto truco! Ustedes son unos reverendos imbéciles. Ya sé toda
la mierda de la historia. ¿Vieron, pelotudos? ¿No es esto un crimen
mutuo? No les tengo nada de miedo, carajo mierda. Los voy a enfrentar cara a
cara. Hace veintisiete años que están con esta historia. Son gente grande, che.
O se van y me dejan de romper las pelotas o convivimos como gente adulta, ¡me
cache en dié! ¿Les quedó?”
Los fantasmas se miraron compungidos, haciendo
pucheros y con sus cabezas gachas y llenas de vergüenza. Alberto agregó: “Hagan lo que quieran, dijo Napoleón y estaba
sentado arriba de un hormiguero. Miren, son las cuatro de la madrugada y quiero
irme a dormir tranquilo. ¿Qué mierda van a hacer ustedes?”
Los espectros, tímidamente, le señalaron el
televisor y el joven le puso el canal Infinito. Alberto dio las buenas noches
cuando se iba a dormir, sonó el timbre. Se sobresaltó sobremanera, giró en un
ángulo de 360º 18 minutos y 45 segundos y se puso a la defensiva.
Maximiliano Reimondi
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